viernes, 14 de octubre de 2011

El poeta César Seco escribió sobre el libro "Rito de Desvelo" de Ennio Jiménez Emán.




El tránsito del desvelo y de la sombra
Por: César Seco


I

Ennio Jiménez Emán ha escrito un libro poderoso. Digo esto sin temor alguno de que lo que afirmo suene rimbombante, excesivo. Lo que digo es producto de varias lecturas de éste que se hace tener en las manos y cerca de los ojos, a la vez que escuchando su extraña resonancia. Un libro de poesía no nos conmueve porque tenga buenos poemas (bien escritos o que nos parezcan logrados, quiero decir), nos convencen por la carga de sentido y diversa significación a los que nos llevan, o bien, nos convence éste, cuando conocemos de vista, trato y comunicación al que lo escribió y constatamos que su escritura guarda fidelidad con su acendrada espiritualidad, y desde luego, con los trazos más particulares de su vida cotidiana, de sus preferencias y rechazos, de su bilis e interés humano, artístico.

Rito de Desvelo es la poética misma en que Ennio Jiménez Emán, cifra y descifra su canto, su decir, limpio, sin excesos verbales. Montado sobre una regia arquitectura compositiva de versos cortos, que denotan respeto por el silencio creador. El poeta corta con el escalpelo de la contención todo asomo de exceso y entre soledad y silencio va hilvanando su propuesta desde sus primeras páginas hasta el final:

busco construir con la palabra

un efímero sueño

una probable certidumbre

Crear una palabra

que nos mueva el piso

que nos subleve el corazón

concebir una palabra

engastada en nuestro ser

cual gema poderosa

indestructible.

El atisbo se nos vuelve convicción en las páginas siguientes. El lenguaje está ceñido a un decir envolvente, tal como un vaho nocturno que nos demanda permanecer despiertos ante lo que se abre y se cierra delante nuestro, en esos grandes ojos que la noche espabila: lo que se dibuja y se desdibuja, lo que se fuga y lo que permanece; lo que el poeta, en su intento, trata de aprehender y de lo cual nos hace partícipes, como un rito, nos lo conjuga y nos lo conjura, entre sombras y evanescencias.

La noche de enfrente

se enmarca en la ventana

se concreta en ese muro

en la sombra indolente

de cuerpos entregados a placer

lienzo nocturno

donde sigilosas criaturas

husmean escombros de su ser.

“La realidad es lo invisible” (dejó dicho Elías David Curiel), y sabemos que este autor es una de las lámparas con las que nuestro amigo poeta se ilumina en sus sobresaltos nocturnos, en su perplejidad escritural, entre espejismos y claridades. He aquí la fidelidad de su ciframiento, el trasluz de su poética: logra atrapar en compartimientos, en escenas fugaces, repentinas, propias de la ensoñación, las sombras que la noche erige y el día borra, donde el lodo material torna a polvo, a ceniza siempre inconclusa.

La soledad se presenta

con su puñal invisible

con su cara de horizonte

con sus manos abismadas

se nos planta de frente

con lenta gravedad

pedazo de sueño

la soledad nos inventa

nos seduce

nos alumbra

II

El libro que leemos aún después de pergeñar esta reseña y que invitamos a leer, está compuesto por cuatro apartados o bloques de poemas donde la característica principal, como lo hemos señalado líneas arriba, es la fidelidad del poeta con el súbito videncial y verbal del cual propende la escenificación de sus visiones en palabra escrita; recurrencias por las que llega sin afanes lúdicos ni excesos retóricos a una expresión nítida, armoniosa, sugerente antes que predecible, de la cual el poema Oficio es fidedigna muestra:

Transcribo furores

en borrosos papeles

rito de desvelo

noche sin edad

corrigiendo vocablos

en blancas hojas

formas del secreto

gramática de lo oscuro

que se desliza en la sangre

en el vitral de la mente

alquimia que aclara

la savia del idioma

cópula

en el altar del verbo

letanía de palabras

en el cristal del tiempo

que ama nuestra sombra

En la primera parte, denominada Rito, acudimos a la iniciación del poeta y su conversión en vidente. El poeta se ampara en la imaginación, esta es su atanor y le sirve para no disociarse del todo de una realidad que se le vuelve espejismo, alucinación; traspasa las puertas de la percepción y dialoga con sus alcoholes íntimos, la nostalgia, el entorno que se disgrega, los recuerdos. En la segunda parte, Desvelo, entramos a lo que llamaría el resuello alquímico de este libro y su autor: se cumple el viaje, el desplazamiento anímico y físico de éste: se asombra de las sombras, se hace, se vuelve él mismo, sombra que se asombra. En la tercera parte, titulada Nombres cruzados, el autor localiza sus sombras filiales, su familia poética, su tránsito por el mundo circunscrito de sus actos de vida y traslaciones de ámbito, desde la aldea local hasta el gran mundo de las ciudades cosmopolitas que entraman y desentraman su desvelo, sus pases mágicos, su forcejeo con los abismos, por lo que transgrede la visión primaria de los paisajes recorridos y el trato con rostros conocidos o en ausencia le permite acercarse y reconocer el suyo mismo, retornando por la puerta de sus súbitos y perplejidades compartidas. En la cuarta parte, titulada Zonas, viaja por espacios y lugares de ausencia en los que se bebe y embebe la memoria, en las que lucha con la disolución del tiempo y la reiteración al espacio perdido de la infancia, como una lluvia que no termina de caer del todo porque es la eternidad misma y de cuya conciencia se viaja a la vejez y la muerte, entre lunas y soles, en el vencimiento o afirmación de la vida, como fruto comido por la potestad del misterio.

La fotografía de César Seco que ilustra el Blog, corresponde a Ennio Jiménez Emán, Coro, 2008.

Rito de Desvelo. Ennio Jiménez Emán. Ediciones Imaginaria, 2010. Colección Voz del Numen.

jueves, 7 de abril de 2011

Ennio Jiménez Emán, fotografía de Laura Jiménez Morales, 2009.



Esta fotografía de 2009 la tomó mi sobrina Laura (egresada del área de Diseño Integral de la Universidad Nacional Experimental del Yaracuy) en una de las incontables reuniones, celebraciones y convites familiares convocados en la casa materna de San Felipe, Yaracuy, Venezuela. Estábamos en amena tertulia algunos hermanos, primos, sobrinos, cuñados y Laura, quien tiene un ojo avezado para el retrato y el tratamiento plástico del color, cámara en mano, estaba tratando de captar un gesto desprevenido o un rasgo particular de sus posibles presas fotográficas. Luego en el jardín interior de la casa, hizo fotos más elaboradas a varios familiares, entre ellas ésta, aprovechando la iluminación disponible y el entorno sugestivo para otorgarle un tono cálido e íntimo al retrato.

Ennio Jiménez Emán, fotografía de Orlando Baquero, 1998.


En 1998 el fotógafo Orlando Baquero me llamó unos días antes desde Valencia para decirme que quería hacerme unas fotos en Caracas, y que lo ideal sería en mi espacio de trabajo en la Biblioteca Nacional de Venezuela, Foro Libertador, donde laboré por siete años. En un descanso de mis labores fuimos al patio central del Foro y Baquero se puso manos a la obra e hizo unas tomas de acercamientos o close-ups que se centran exclusivamente en la faz del rostro y obvian o eliminan el cabello y el cuello tomando las texturas y porosidades de la cara y de las superficies del material de fondo como contrastes y como partes sugerentes y plásticas del retrato.

Ennio Jiménez Emán, fotografía de Vasco Szinetar, 1991.


Una tarde a mediados del año 1991, quedamos en vernos mi amigo el fotógrafo Vasco Szinetar y yo en un Café de Sabana Grande para luego ir a hacerme él unos retratos en su estudio de esos años, ubicado en el 3er piso o azotea de un pequeño edificio situado en la calle trasera que comunica a la Plaza Venezuela con el edificio de Seguros La Previsora. Subimos a la azotea del edificio donde estaba su estudio, y allí Vasco armó la escenografía rápiday diligentemente como si estuviera organizando una tramoya teatral, buscando crear una atmósfera cálida acorde al entorno y a la vez sugiriendo el rasgo anímico del retratado.

miércoles, 6 de abril de 2011

Cioran el escéptico

(En el Centenario de su nacimiento, 1911-2011)
Por: Ennio Jiménez Emán



Del año 1976 data mi interés por la obra del filósofo y pensador rumano E. M. Cioran (1911-1995), cuando cursaba yo Letras en la Universidad Central de Venezuela. En la biblioteca de un compañero de estudios estaba el volumen de Fernando Savater, Ensayo sobre Cioran que, leído a saltos, estimuló mi entusiasmo por buscar su obra. En 1977 compré La caída en el tiempo (Monte Ávila Editores, Caracas, 1977) y luego leí alguno que otro artículo suyo. Posteriormente, en los puestos de libros de las caminerías de la Facultad de Humanidades ví otros títulos de su autoría publicados en editoriales españolas, inaccesibles para mi bolsillo en ese tiempo. Un día que deambulaba por los pasillos de la Escuela de Filosofía, me encontré en un cesto de basura La tentación de existir (Editorial Taurus, Madrid, 1979), ejemplar que todavía conservo. El libro estaba todo maltratado, todo rayado y subrayado con alguna anotación, como si su dueño lo hubiera arrojado allí peleado con su autor.

Y no es para menos, ya que éste es un libro provocador, como todos los de Cioran. Las opiniones demoledoras sobre la religión, el misticismo, el judaísmo, el escepticismo, la literatura; la filosofía, ideología, la ciencia, la civilización occidental que allí se ventilan sacuden nuestras ideas convencionales sobre estos tópicos. Por los subrayados y comentarios me pareció entender que el lector reaccionó contra los duros, contundentes y acerbos juicios que expresa en sus páginas el pensador rumano contra los poetas y literatos, y sobre todo saturado por el ambiente cultural francés de sus tiempos de juventud y madurez, cuando había mucha vanidad, pose, esnobismo, petulancia en la escena intelectual parisina. En esas páginas arremetió también con ironía y cinismo contra las modas literarias, la miseria de la filosofía, las terapéuticas religiosas o profanas, el análisis psicológico, el parloteo vacuo de la escritura. No olvidemos que durante la estadía de Cioran en París -desde 1937 hasta 1995, año en que falleció-, prácticamente se dieron cita y ocurrieron todos los acontecimientos esenciales de la cultura francesa del siglo XX: el existencialismo, el surrealismo, el cubismo, el estructuralismo, la poesía objetual, el nouveau roman, la nueva ola del cine francés, el teatro del absurdo, el mayo francés y por supuesto con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial.
En La tentación de existir refiere Cioran entre otras cosas, que, saturado al máximo por ciertos letrados, “un día a la salida de un almuerzo literario, vislumbré la urgencia de una Noche de San Bartolomé de gentes de Letras”. En esta misma época cínica y descreída de Cioran, en el período de entreguerras, a los poetas o seudo poetas engreídos que fanfarroneaban y se vanagloriaban de su obra, les espetó en estas páginas: “Justo es añadir que he cometido el error de frecuentar a buen número de poetas. Salvo pocas excepciones, eran inútilmente graves, infatuados u odiosos, monstruos también ellos, especialistas, juntamente verdugos y mártires del adjetivo, y de los cuales había yo sobreestimado el diletantismo, la clarividencia, la sensibilidad para el juego intelectual”. Aunque también hay que decir que entre sus buenos amigos se contaron poetas de todo el mundo: los surrealistas, Michaux, Supervielle, Celan, Octavio Paz, poetas rumanos.
Así las cosas, a mediados de los años ochenta, cuando ya había leído parte de su obra, le dediqué un collage titulado “Viva Cioran” y un ensayo breve: “Lawrence, Cioran y el paganismo”, incluido después en mi libro Notas apocalípticas (1988). De sus libros siempre me han gustado sus tentadoras ideas, su escritura exaltada y pasional, dueña de una gran fuerza, de una vitalidad contagiosa que resulta de una especie de desgarradura interior para su autor. Estos textos nunca han pasado desapercibidos para mí y siempre me han insuflado ánimo a la hora de escribir. Desde sus ensayos largos hasta sus muy breves aforismos, algo hay en Cioran que me impulsa a poner en movimiento mis ideas, algo contagioso que me mueve a lanzarme sobre la página en blanco.
Leía pues, con avidez, sus ensayos y aforismos buscando sus frases y juicios lapidarios sobre la literatura, el suicidio o el escepticismo. Este último fue una actitud y una forma de reflexión que marcó su actividad vital, su pensamiento y su escritura. Ya sabemos que el escéptico es el hombre de la duda permanente, el que pone en tela de juicio toda certeza, el que observa con cautela. Nada se salva a su mirada corrosiva. Para Cioran las certezas "se marchitan, envejecen, mientras que las dudas conservan una frescura inalterable". Para el escéptico, entonces, nada de lo existente tiene consistencia: ni el saber, ni la verdad o la verosimilitud; ni el conocimiento, ni las teorías, métodos o dogmas. El escepticismo conlleva, pues, un rechazo instintivo de toda certidumbre: “El interés de la vida estriba en que no hay respuestas.(…) El destino del hombre es, como el de Rimbaud, fulgurante, es decir, breve”, declaró en una entrevista en 1983 (“Conversación con J.L. Almira”. E.M. Cioran, Conversaciones. Tusquets Editores, Barcelona, España, 1997). Todo es aparente. Incluso la misma filosofía es puesta en tela de juicio por el escepticismo, tratando de socavar sus fundamentos.
Así, pasaba el tiempo y me encontraba yo inmerso poco a poco, de manera inevitable, en las ideas de Cioran. Estaba en sintonía con ese escepticismo corrosivo presente en sus libros y con la exaltación que me provocaban sus ideas y su pensamiento fragmentario. Luego descubrí que el escepticismo se me hacía una condición familiar. Sin darme cuenta vivía inmerso en esa escuela de discreción que es la actitud escéptica. Vivía clavado en la duda, pensando en la vida que llevaría, en mis estudios, en el futuro, inconforme conmigo mismo. No me asaltaba la duda metódica de los filósofos, sino digamos una duda ontológica espontánea y visceral. Y esto no ha cambiado en mí a lo largo del tiempo; sigo evidenciando mis dudas y mis contradicciones hasta la actualidad. No soy un escéptico radical -más bien moderado- pero así y todo no creo mucho en la perfectibilidad del hombre y en un futuro mejor o superior de la humanidad, cosas así. Con toda razón el pensador rumano señaló que la interrogación permanente y el rechazo instintivos que conlleva el escepticismo, no son parte de un proceso, sino que son algo innato y espontáneo. Se nace escéptico, afirma Cioran. Aunque, como escribí en mi libro Diario nómada (Ediciones Imaginaria, San Felipe, Yaracuy, Venezuela, 2002): “Cuando afirmo mi escepticismo, no quiere decir que no deposite una buena dosis de optimismo, tolerancia o confianza en las relaciones personales cotidianas con mis semejantes: amigos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, la comunidad, la gente en general”.
Por otro lado, no encontramos en Cioran (como quedó claro en sus entrevistas y conversaciones, y en sus escritos) a un escéptico rígido, dogmático, siniestro, “demoníaco” o achacoso, sino al contrario, a uno jovial con un gran sentido del humor, sensual, apasionado como buen rumano, fascinado por la música clásica y popular -incluso por el tango-, aunque sí a ratos desengañado, vigilante y muchas veces cínico. El escritor y pensador Fernando Savater, amigo suyo y traductor de sus libros en España, quien lo frecuentó por más de dos décadas, apunta en un artículo reciente que, en efecto, Cioran no fue un escéptico dogmático o maniqueo, sino que ejercía un pragmatismo escéptico fundado en el humor, el asombro y la amistad: “A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran al afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran pertenecía a la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales” (Fernando Savater, “En el Centenario de Emil Cioran (1911-1995). Un hombre asombrado… y asombroso”. Diario El País, Madrid, 13-03-2011).
Cioran nació en 1911 en Rasinari, Rumania, y murió en París en 1995. Recientemente, en enero de este año de 2011, pasé yo unos días en París y me alojé en el cuarto piso tipo buhardilla de un pequeño y viejo hotel del Barrio Latino en la calle Saint-André-des-Arts, en el 6º distrito, muy cercano al Boulevard Saint-Michel, al Sena y al Louvre. Precisamente Cioran habitó por más de cuarenta años en varias buhardillas de hoteles de esta zona del Barrio Latino que hoy no existen, o existen con otros nombres (en la Rue du Sommerard, Rue Racine, Rue Monsieur Le Prince) próximos a la Sorbona, al Jardín de Luxemburgo, a Cluny y al teatro Odéon (donde vivió hasta el final de sus días, en un apartamento rentado, en la Rue de l’Odéon). Por allí caminé, paseé y tomé fotografías; visité cafeterías, bares y restaurantes, librerías y galerías, imaginándome al pensador rumano deambulando por todos esos sitios atestados de gente.
Precisamente en un texto en prosa suyo escrito en rumano recién llegado a París a comienzos de los años cuarenta, y contenido en su libro Breviario de los vencidos, Cioran expresa su desarraigo y su soledad en la Ciudad Luz trajinando cotidianamente por el Boulevard Saint-Michel: "Pero cuando los desarraigos del mundo penetraban en el Barrio Latino y tú ibas con tu exilio a cuestas entre tantos Ahasverus, ¿de dónde sacabas las fuerzas para soportar las malditas servidumbres del corazón y el zumbido de la soledad en medio de la niebla soñadora de los bulevares? ¿Ha habido en el bulevard Saint-Michel algún extranjero más extranjero que tú y al que cualquier puta o algún pedigüeño le haya aspirado con más fruición su perfume barato?" (E.M. Cioran, Breviario de los vencidos. Tusquets Editores, Buenos Aires, 2010).
Cioran, el último moralista del siglo XX (moralista en el sentido nietzscheano, es decir, más bien un inmoralista que antes que predicar la moral, la estudia y la diseca: la invalida); el filósofo de la existencia, de la Nada y del absurdo, ejerció el escepticismo de una forma personal y encarnó igualmente al escéptico que vive con sus contradicciones hasta el final. Así, desde sus delirios insomnes de juventud, pasando por su misticismo ateo, Cioran desembocó en un escepticismo obstinado, impenitente y corrosivo que le sirvió incluso como una forma de autocrítica permanente. “Mi existencia demuestra que el mundo no tiene sentido alguno”, reza un aforismo suyo, condenando su propia existencia al fracaso y a la nada. Él, que vivió toda su vida exiliado, a contracorriente, al margen de la filosofía, de la literatura, de la religión, del trabajo, de la política, de su lengua originaria, de la existencia convencional, aferrado a la realidad de su pensamiento.
Las fotografías de París que acompañan este texto corresponden a Ennio Jiménez Emán (detalle de la fachada de la Ópera, Boulevard Saint Michel y sus alrededores). Igualmente el collage de Cioran. Derechos Reservados, 2011.