jueves, 7 de abril de 2011
Ennio Jiménez Emán, fotografía de Laura Jiménez Morales, 2009.
Esta fotografía de 2009 la tomó mi sobrina Laura (egresada del área de Diseño Integral de la Universidad Nacional Experimental del Yaracuy) en una de las incontables reuniones, celebraciones y convites familiares convocados en la casa materna de San Felipe, Yaracuy, Venezuela. Estábamos en amena tertulia algunos hermanos, primos, sobrinos, cuñados y Laura, quien tiene un ojo avezado para el retrato y el tratamiento plástico del color, cámara en mano, estaba tratando de captar un gesto desprevenido o un rasgo particular de sus posibles presas fotográficas. Luego en el jardín interior de la casa, hizo fotos más elaboradas a varios familiares, entre ellas ésta, aprovechando la iluminación disponible y el entorno sugestivo para otorgarle un tono cálido e íntimo al retrato.
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Ennio Jiménez Emán, fotografía de Orlando Baquero, 1998.
En 1998 el fotógafo Orlando Baquero me llamó unos días antes desde Valencia para decirme que quería hacerme unas fotos en Caracas, y que lo ideal sería en mi espacio de trabajo en la Biblioteca Nacional de Venezuela, Foro Libertador, donde laboré por siete años. En un descanso de mis labores fuimos al patio central del Foro y Baquero se puso manos a la obra e hizo unas tomas de acercamientos o close-ups que se centran exclusivamente en la faz del rostro y obvian o eliminan el cabello y el cuello tomando las texturas y porosidades de la cara y de las superficies del material de fondo como contrastes y como partes sugerentes y plásticas del retrato.
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Ennio Jiménez Emán, fotografía de Vasco Szinetar, 1991.
Una tarde a mediados del año 1991, quedamos en vernos mi amigo el fotógrafo Vasco Szinetar y yo en un Café de Sabana Grande para luego ir a hacerme él unos retratos en su estudio de esos años, ubicado en el 3er piso o azotea de un pequeño edificio situado en la calle trasera que comunica a la Plaza Venezuela con el edificio de Seguros La Previsora. Subimos a la azotea del edificio donde estaba su estudio, y allí Vasco armó la escenografía rápiday diligentemente como si estuviera organizando una tramoya teatral, buscando crear una atmósfera cálida acorde al entorno y a la vez sugiriendo el rasgo anímico del retratado.
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miércoles, 6 de abril de 2011
Cioran el escéptico
(En el Centenario de su nacimiento, 1911-2011)
Por: Ennio Jiménez Emán
Por: Ennio Jiménez Emán
Del año 1976 data mi interés por la obra del filósofo y pensador rumano E. M. Cioran (1911-1995), cuando cursaba yo Letras en la Universidad Central de Venezuela. En la biblioteca de un compañero de estudios estaba el volumen de Fernando Savater, Ensayo sobre Cioran que, leído a saltos, estimuló mi entusiasmo por buscar su obra. En 1977 compré La caída en el tiempo (Monte Ávila Editores, Caracas, 1977) y luego leí alguno que otro artículo suyo. Posteriormente, en los puestos de libros de las caminerías de la Facultad de Humanidades ví otros títulos de su autoría publicados en editoriales españolas, inaccesibles para mi bolsillo en ese tiempo. Un día que deambulaba por los pasillos de la Escuela de Filosofía, me encontré en un cesto de basura La tentación de existir (Editorial Taurus, Madrid, 1979), ejemplar que todavía conservo. El libro estaba todo maltratado, todo rayado y subrayado con alguna anotación, como si su dueño lo hubiera arrojado allí peleado con su autor.
Y no es para menos, ya que éste es un libro provocador, como todos los de Cioran. Las opiniones demoledoras sobre la religión, el misticismo, el judaísmo, el escepticismo, la literatura; la filosofía, ideología, la ciencia, la civilización occidental que allí se ventilan sacuden nuestras ideas convencionales sobre estos tópicos. Por los subrayados y comentarios me pareció entender que el lector reaccionó contra los duros, contundentes y acerbos juicios que expresa en sus páginas el pensador rumano contra los poetas y literatos, y sobre todo saturado por el ambiente cultural francés de sus tiempos de juventud y madurez, cuando había mucha vanidad, pose, esnobismo, petulancia en la escena intelectual parisina. En esas páginas arremetió también con ironía y cinismo contra las modas literarias, la miseria de la filosofía, las terapéuticas religiosas o profanas, el análisis psicológico, el parloteo vacuo de la escritura. No olvidemos que durante la estadía de Cioran en París -desde 1937 hasta 1995, año en que falleció-, prácticamente se dieron cita y ocurrieron todos los acontecimientos esenciales de la cultura francesa del siglo XX: el existencialismo, el surrealismo, el cubismo, el estructuralismo, la poesía objetual, el nouveau roman, la nueva ola del cine francés, el teatro del absurdo, el mayo francés y por supuesto con el trasfondo de la Segunda Guerra Mundial.
En La tentación de existir refiere Cioran entre otras cosas, que, saturado al máximo por ciertos letrados, “un día a la salida de un almuerzo literario, vislumbré la urgencia de una Noche de San Bartolomé de gentes de Letras”. En esta misma época cínica y descreída de Cioran, en el período de entreguerras, a los poetas o seudo poetas engreídos que fanfarroneaban y se vanagloriaban de su obra, les espetó en estas páginas: “Justo es añadir que he cometido el error de frecuentar a buen número de poetas. Salvo pocas excepciones, eran inútilmente graves, infatuados u odiosos, monstruos también ellos, especialistas, juntamente verdugos y mártires del adjetivo, y de los cuales había yo sobreestimado el diletantismo, la clarividencia, la sensibilidad para el juego intelectual”. Aunque también hay que decir que entre sus buenos amigos se contaron poetas de todo el mundo: los surrealistas, Michaux, Supervielle, Celan, Octavio Paz, poetas rumanos.
Así las cosas, a mediados de los años ochenta, cuando ya había leído parte de su obra, le dediqué un collage titulado “Viva Cioran” y un ensayo breve: “Lawrence, Cioran y el paganismo”, incluido después en mi libro Notas apocalípticas (1988). De sus libros siempre me han gustado sus tentadoras ideas, su escritura exaltada y pasional, dueña de una gran fuerza, de una vitalidad contagiosa que resulta de una especie de desgarradura interior para su autor. Estos textos nunca han pasado desapercibidos para mí y siempre me han insuflado ánimo a la hora de escribir. Desde sus ensayos largos hasta sus muy breves aforismos, algo hay en Cioran que me impulsa a poner en movimiento mis ideas, algo contagioso que me mueve a lanzarme sobre la página en blanco.
Leía pues, con avidez, sus ensayos y aforismos buscando sus frases y juicios lapidarios sobre la literatura, el suicidio o el escepticismo. Este último fue una actitud y una forma de reflexión que marcó su actividad vital, su pensamiento y su escritura. Ya sabemos que el escéptico es el hombre de la duda permanente, el que pone en tela de juicio toda certeza, el que observa con cautela. Nada se salva a su mirada corrosiva. Para Cioran las certezas "se marchitan, envejecen, mientras que las dudas conservan una frescura inalterable". Para el escéptico, entonces, nada de lo existente tiene consistencia: ni el saber, ni la verdad o la verosimilitud; ni el conocimiento, ni las teorías, métodos o dogmas. El escepticismo conlleva, pues, un rechazo instintivo de toda certidumbre: “El interés de la vida estriba en que no hay respuestas.(…) El destino del hombre es, como el de Rimbaud, fulgurante, es decir, breve”, declaró en una entrevista en 1983 (“Conversación con J.L. Almira”. E.M. Cioran, Conversaciones. Tusquets Editores, Barcelona, España, 1997). Todo es aparente. Incluso la misma filosofía es puesta en tela de juicio por el escepticismo, tratando de socavar sus fundamentos.
Así, pasaba el tiempo y me encontraba yo inmerso poco a poco, de manera inevitable, en las ideas de Cioran. Estaba en sintonía con ese escepticismo corrosivo presente en sus libros y con la exaltación que me provocaban sus ideas y su pensamiento fragmentario. Luego descubrí que el escepticismo se me hacía una condición familiar. Sin darme cuenta vivía inmerso “en esa escuela de discreción” que es la actitud escéptica. Vivía clavado en la duda, pensando en la vida que llevaría, en mis estudios, en el futuro, inconforme conmigo mismo. No me asaltaba la duda metódica de los filósofos, sino digamos una duda ontológica espontánea y visceral. Y esto no ha cambiado en mí a lo largo del tiempo; sigo evidenciando mis dudas y mis contradicciones hasta la actualidad. No soy un escéptico radical -más bien moderado- pero así y todo no creo mucho en la perfectibilidad del hombre y en un futuro mejor o superior de la humanidad, cosas así. Con toda razón el pensador rumano señaló que la interrogación permanente y el rechazo instintivos que conlleva el escepticismo, no son parte de un proceso, sino que son algo innato y espontáneo. Se nace escéptico, afirma Cioran. Aunque, como escribí en mi libro Diario nómada (Ediciones Imaginaria, San Felipe, Yaracuy, Venezuela, 2002): “Cuando afirmo mi escepticismo, no quiere decir que no deposite una buena dosis de optimismo, tolerancia o confianza en las relaciones personales cotidianas con mis semejantes: amigos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, la comunidad, la gente en general”.
Por otro lado, no encontramos en Cioran (como quedó claro en sus entrevistas y conversaciones, y en sus escritos) a un escéptico rígido, dogmático, siniestro, “demoníaco” o achacoso, sino al contrario, a uno jovial con un gran sentido del humor, sensual, apasionado como buen rumano, fascinado por la música clásica y popular -incluso por el tango-, aunque sí a ratos desengañado, vigilante y muchas veces cínico. El escritor y pensador Fernando Savater, amigo suyo y traductor de sus libros en España, quien lo frecuentó por más de dos décadas, apunta en un artículo reciente que, en efecto, Cioran no fue un escéptico dogmático o maniqueo, sino que ejercía un pragmatismo escéptico fundado en el humor, el asombro y la amistad: “A veces los escépticos adoptan la arrogante superioridad y la suficiencia desdeñosa de los peores dogmáticos: están convencidos de que nada se puede saber con la misma altanería que otros muestran al afirmar su convicción de que saben cuanto puede saberse. En ambos casos lo malo no es ignorar o conocer, sino el estar tan radicalmente convencidos que ya nada puede asombrarles. Cioran pertenecía a la tierra del asombro, perplejo incluso en sus negaciones y rechazos más viscerales” (Fernando Savater, “En el Centenario de Emil Cioran (1911-1995). Un hombre asombrado… y asombroso”. Diario El País, Madrid, 13-03-2011).
Cioran nació en 1911 en Rasinari, Rumania, y murió en París en 1995. Recientemente, en enero de este año de 2011, pasé yo unos días en París y me alojé en el cuarto piso tipo buhardilla de un pequeño y viejo hotel del Barrio Latino en la calle Saint-André-des-Arts, en el 6º distrito, muy cercano al Boulevard Saint-Michel, al Sena y al Louvre. Precisamente Cioran habitó por más de cuarenta años en varias buhardillas de hoteles de esta zona del Barrio Latino que hoy no existen, o existen con otros nombres (en la Rue du Sommerard, Rue Racine, Rue Monsieur Le Prince) próximos a la Sorbona, al Jardín de Luxemburgo, a Cluny y al teatro Odéon (donde vivió hasta el final de sus días, en un apartamento rentado, en la Rue de l’Odéon). Por allí caminé, paseé y tomé fotografías; visité cafeterías, bares y restaurantes, librerías y galerías, imaginándome al pensador rumano deambulando por todos esos sitios atestados de gente.
Precisamente en un texto en prosa suyo escrito en rumano recién llegado a París a comienzos de los años cuarenta, y contenido en su libro Breviario de los vencidos, Cioran expresa su desarraigo y su soledad en la Ciudad Luz trajinando cotidianamente por el Boulevard Saint-Michel: "Pero cuando los desarraigos del mundo penetraban en el Barrio Latino y tú ibas con tu exilio a cuestas entre tantos Ahasverus, ¿de dónde sacabas las fuerzas para soportar las malditas servidumbres del corazón y el zumbido de la soledad en medio de la niebla soñadora de los bulevares? ¿Ha habido en el bulevard Saint-Michel algún extranjero más extranjero que tú y al que cualquier puta o algún pedigüeño le haya aspirado con más fruición su perfume barato?" (E.M. Cioran, Breviario de los vencidos. Tusquets Editores, Buenos Aires, 2010).
Cioran, el último moralista del siglo XX (moralista en el sentido nietzscheano, es decir, más bien un inmoralista que antes que predicar la moral, la estudia y la diseca: la invalida); el filósofo de la existencia, de la Nada y del absurdo, ejerció el escepticismo de una forma personal y encarnó igualmente al escéptico que vive con sus contradicciones hasta el final. Así, desde sus delirios insomnes de juventud, pasando por su misticismo ateo, Cioran desembocó en un escepticismo obstinado, impenitente y corrosivo que le sirvió incluso como una forma de autocrítica permanente. “Mi existencia demuestra que el mundo no tiene sentido alguno”, reza un aforismo suyo, condenando su propia existencia al fracaso y a la nada. Él, que vivió toda su vida exiliado, a contracorriente, al margen de la filosofía, de la literatura, de la religión, del trabajo, de la política, de su lengua originaria, de la existencia convencional, aferrado a la realidad de su pensamiento.
Las fotografías de París que acompañan este texto corresponden a Ennio Jiménez Emán (detalle de la fachada de la Ópera, Boulevard Saint Michel y sus alrededores). Igualmente el collage de Cioran. Derechos Reservados, 2011.
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