sábado, 26 de enero de 2019


Pierre Loti, Horhan Pamuk. Dulce y amargo, paseos por Estambul



                                                                                       Pierre Loti

Por: Ennio Jiménez Emán


     Pierre Loti, seudónimo de Lucien Viaud (1850-1923), escritor laureado por la Academia francesa en 1891, autor de una veintena de libros (la mayoría de ellos de ellos novelas y crónicas de viajes, autobiográficos y epistolares), marinero de profesión que pasó más de veinte años viajando por el mundo, fue ante todo un espíritu sensual errabundo y atormentado por la explicación de su destino y por la búsqueda de la belleza. La fluidez, plasticidad y musicalidad de su prosa, su crítica al modo de vida occidental, su anarquía sentimental, su nomadismo y trajinar permanente hacen de él un maestro del oficio de las letras y un escéptico atizado por ideas metafísicas, dominado por el hastío, la melancolía y la angustia de la muerte. Loti ha sido injusta y simplistamente calificado de autor colonialista, o de vacuo escritor retórico de temas impresionistas o exóticos por sus detractores maniqueos y denigrado sobre todo por su propensión a la notoriedad, al travestismo o al amaneramiento narcisista, pero pasan por alto al escritor que posee "la visión de un poeta y un filósofo", al "gran novelista que revela su ansiedad metafísica" en las magníficas descripciones del mar, del desierto, de las ruinas y de las ciudades muertas o distantes envueltas en atmósferas de ensueño, al comentarista y analista religioso, al aliado sentimental por la opresión de la vida en el harén, o por su solidaridad con los oprimidos en los países transitados y por los parias y desheredados del mundo.
     Loti fue un paseante obsesivo, un flâneur impenitente, como queda demostrado en casi todas las descripciones de sus novelas, donde los países y las ciudades visitados son transitados palmo a palmo, conviviendo y compartiendo con habitantes ilustres o comunes. Son notables las descripciones de sus paseos por Estambul y las vistas de la ciudad registradas en su primera novela, Aziyadé (1879), libro que Loti escribe durante la temporada que estuvo a bordo de una fragata como teniente de navío y enviado de Francia a la guerra ruso-turca y que tocó tierra en las radas de Salónica y Estambul. La novela está escrita a partir del Diario que el propio Loti llevaba consigo a bordo. Allí, entre la ficción y la realidad, el libro va tomando cuerpo a través de notas, cartas y fragmentos del Diario con el propio nombre de Loti, y que esta vez se pone como personaje en las ropas de un teniente de la marina inglesa al servicio de Turquía. 
     Narra aquí la historia de Aziyadé, la odalisca de ojos verdes que anda de permiso transitorio de un harén, una de las esposas de un rico sultán turco, con quien inicia una relación amorosa en Estambul, "empresa insensata en todo tiempo y sin calificativo posible en las circunstancias actuales", anota el narrador de la novela, "arriesgando su cabeza, la cabeza de varios más y toda clase de complicaciones diplomáticas". Cuenta, pues, sus peripecias vitales al lado de la bella joven turca de ojos verdes, a la que Loti retrata al comienzo de la novela cuando la vio por primera vez en Salónica: "La joven que poseía aquellos ojos, se levantó y enseñó hasta la cintura su cuerpo envuelto en una muceta turca de pliegues largos y rígidos. El corpiño era de seda verde, adornado con bordados de plata. Un velo blanco envolvía cuidadosamente la cabeza, no dejando ver más que la frente y los hermosos ojos." Y desde aquí queda prendado para luego encontrarla de nuevo en Estambul, e ir contando sus románticas peripecias, paseos, correrías, seducciones entre el laberíntico mosaico de claroscuros de la ciudad.

                                            Aziyadé

     Más adelante anota sus primeras impresiones de la ciudad turca, unión de los dos continentes, por la que piensa realizar sus excursiones y caminatas: "Vivo en uno de los más hermosos países del mundo, y mi libertad es ilimitada. Puedo recorrer a mi antojo los pueblos y las montañas, los bosques de la costa de Asia y los de Europa(...) Estambul se ilumina todas las noches; arde el Bósforo en luces de Bengala. Últimos destellos del Oriente que se va; una magia de gran espectáculo, que, sin duda, no volverá a verse ya".
     Una vez absorbido por el ajetreo de la ciudad, Loti anda a sus anchas por callejuelas empinadas y estrechas, por plazas y zonas pintorescas, camina a su antojo y capricho, a la deriva, como buen flâneur, seducido por el ritmo y color de la ciudad. Descubre sus recovecos desolados y misteriosos que le sugieren imágenes y pensamientos insólitos: "¿Quién me restituirá mi vida en Oriente, mi vida libre y al aire libre, mis largos paseos sin objeto, y el estrépito de Estambul?(...) detenerse en todos los cafetines, ante las tumbas coronadas de turbantes, en los baños, en los mausoleos y en las plazas,(...) charlar con los derviches y con transeúntes, ser por sí mismo, una nota de este cuadro lleno de movimiento y de luz; ser libre, sin preocupaciones y desconocido." Y más adelante, sumergido plenamente en la ciudad, cuando ha captado su alma, refiere: "El tiempo está tempestuoso, la brisa es tibia y suave. Fumamos un narguile de dos horas bajo las arcadas moriscas de la calle Sultán-Selim. Las blancas columnatas, deformadas por los años, alternan con los quioscos funerarios y las filas de tumbas. Ramas de árboles, rosados de flores, rebasan las murallas grises, frescas plantas crecen por doquier y se extienden alegremente sobre los viejos mármoles sagrados".
     Como afirma un crítico, con Loti sucede que "con su sensibilidad de esteta se detiene en los detalles que lo consuelan. Su alma, permanentemente afligida por lo transitorio de la vida parece gozar con preferencia de las cosas fugitivas." Amante, flâneur y peregrino, Loti se desplaza entre arabescos y enigmas orientales con un desparpajo sin límites en busca de sus fantasmas de siempre (como un trasunto de la hechizante figura de Aziyadé), estampando en las páginas de esta novela, los últimos bocetos de una ciudad ya ida o en transformación, que quizás (al igual que su arquetípico amor) se perdió para siempre en la ensoñación: "Me recosté  contra un pilar hundiendo mis miradas en la calle desierta y oscura, que parecía la calle de una ciudad muerta.(...) Ni una ventana abierta, ni un transeúnte, ni un ruido. Solamente la hierba creciendo entre las piedras.(...) Balcones cerrados, shaknisirs de gran vuelo, avanzando sobre la calle triste. Tras las rejas de hierro, discretas celosías de hojas de fresno, sobre las cuales artistas de otro tiempo habían pintado árboles y pájaros".


                                                     
                                                                                  Orhan Pamuk

     Orhan Pamuk (Estambul, 1952), Premio Nobel de Literatura en 2006, es un escritor que lleva en su cuenta la producción de varios libros tales como novelas, crónicas, memorias y ensayos literarios. Un escritor afincado en la médula de su ciudad natal, por la que pasea, vaga o divaga, conociendo palmo a palmo su fisiología urbana, sus encantos y miserias, tratando de captar "su alma y esencia", como él afirma, aunque haya pasado largos períodos fuera de ella, llegando casi a conformar una relación de amor-odio con la misma. Esto queda demostrado en su primer libro de memorias: Estambul. Ciudad y recuerdos (2003), cuya escritura linda entre el ensayo y la crónica, y donde escribe sobre el período infantil y adolescente desde la época actual, pasando revista a su historia personal llena de obsesiones, pasiones, ocupaciones, vida familiar y social; paseos y excursiones por palacios, mezquitas, iglesias, parques, plazas, cementerios, barrios, todo un "viaje sentimental" y abrumador por los predios del fascinante Estambul, e intercalando como en un mosaico, lecturas, juicios, crónicas y pequeños ensayos sobre pintura o sobre literatura turca e internacional de autores que visitaron o residieron en la ciudad del Bósforo durante los siglos XIX y XX.
     Aquí habla de su niñez y adolescencia hasta los veinte años, cuando abandona sus estudios de Arquitectura (1972) y se dedica a escribir. En esa etapa se inicia su rutina de flâneur solitario por los predios de la ciudad: "A veces iba a Taksim al salir de la facultad de arquitectura, tomaba un automóvil al azar e iba donde más me apeteciera o donde me llevaran mis pasos.(...) Aquellos paseos que daba buscando algo, satisfecho de mi falta de objetivos y de mi deambular, me hacían sentir en un rincón de mi mente que algún día haría algo con aquella ciudad que me aprendía muro a muro y calle a calle."

                                 Estambul

     Este libro, entre otras cosas, constituye la puesta en discurso de la amargura, "ese sentimiento que va y viene entre la autocompasión y la pena", escribe Pamuk, y que se refiere a una "sensación de hundimiento y pérdida" -que incluye fracaso, ensimismamiento y desidia según el escritor-, experimentada por los ciudadanos estambulíes del siglo XX como consecuencia del resultado del "desplome del Imperio otomano y la formación de la República de Turquía" durante la Primera Guerra Mundial, hecho que provocó la pérdida de la identidad de Estambul frente a Occidente y trajo como consecuencia un sentido de derrota, cuando la ciudad perdió igualmente "sus viejos días de victoria, ostentación y diversidad de lenguas."
     Muchas veces en estas páginas Pamuk señala que, aunque admirados, autores y viajeros franceses como Nerval, Gauthier, Loti o Flaubert forjan muchas veces sin quererlo la imagen de un "Estambul turístico", de tarjeta postal, de cliché y estereotipo que no tiene nada que ver con la percepción de una ciudad turca (lo hacen, más bien, de una ciudad exótica, cosmopolita y refinada, poblada de harenes y mezquitas, serrallos y mercados de esclavos), que tras sus decorados y la belleza del perfil cosmopolita, les espera "la amargura de las ruinas" de los suburbios y de los barrios desolados y pobres, de calles vacías que se esconden tras ese escenario de ilusión y fantasía. Pero igualmente reconoce que fue a través de las observaciones de extrañeza y distanciamiento que contiene la mirada de los autores occidentales que descubrió su sentimiento y comprensión de la ciudad. Aquellos autores del siglo XIX, sobre todo franceses, "escribieron lo que vieron, y mi mundo se filtró en sus escritos y en sus imágenes", afirma. Y en otra parte: "Y porque los viajeros occidentales me han enseñado más que los paisajes y la vida cotidiana del Estambul del pasado que los escritores estambulíes."
     Hay que resaltar esta aseveración hecha por Pamuk sobre su propia ciudad -que está entre dos continentes y acusa un carácter cosmopolita e internacional-, cuando afirma, lejos de todo nacionalismo, que a él le interesa mucho observar la ciudad de la manera que la observa un extranjero: "Observar Estambul como un extranjero ha sido siempre un placer para mí y una costumbre necesaria contra el sentimiento de comunidad y el nacionalismo". Y esto, afirma el escritor, "ni me molesta ni me deprime", con la seguridad que la ciudad nunca ha sido colonia europea. Esto le ha hecho reflexionar, igualmente, sobre algo clave en su condición de escritor estambulí contemporáneo, creador de una estética y de una poética propias, pero a su vez nutrida y heredada de la tradición literaria occidental: "La que llamo mi ciudad no es completamente mía. Me gusta aceptar esa fragilidad y esa indecisión respecto a mí mismo y al lugar al que pertenezco."
     Después de tratar de arrrancarle su alma a la ciudad, de un trajinar permanente de idas y venidas, del diálogo entre la madurez, la juventud y la infancia hilvanadas por la memoria, el escritor fija un retrato real y lo más fidedigno posible de esa "fantasía de suburbio" que divulgaron primero los grabados de los pintores occidentales y después en los cromos y fotografías en blanco y negro de Estambul que se encuentran en álbumes y periódicos. Escribe Pamuk: "Cuando la idea de este Estambul fantástico y antiguo llegó a representar no sólo las partes más remotas sino la ciudad entera, exceptuando su silueta, se desarrolló una literatura que le otorgara significado." Y remarca este hecho como sello definitivo de su ciudad, dejando una melancólica e inquietante reflexión artística y psíquica en el aire: "Los escritores estambulíes nunca relacionaron la fantasía de las callejas, tras la que subyacen el hundimiento y la amargura, ni el sueño del Estambul pintoresco, solitario y remoto, con sus peligrosos, oscuros y malvados monstruos inconscientes. (...) La magia de la ciudad que los estambulíes han hecho suya en el último siglo, amándola u odiándola, tiene mucho de pobreza, derrota y hundimiento."  

                      Estambul. Ciudad y recuerdos


miércoles, 23 de enero de 2019



Rousseau, Walser: filosofía y estética del paseo

Por: Ennio Jiménez Emán


                                                                          Jean Jacques Rousseau    

                                                                                            

     Un filósofo "existencial", pensador y escritor amante de los paseos, es el célebre ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778), cuyas ideas influenciaron la Revolución Francesa, autor de El contrato social (1762), del Emilio (1762) -que desató una persecución en contra suya para hacerlo pagar cárcel- y también del menos famoso libro Divagaciones de un paseante solitario (tengo en mis manos una edición del año 1976 de la Editorial Labor, Barcelona, España), terminado en 1776, dos años antes de su muerte (publicado póstumamente en 1782). En pleno auge del Romanticismo, que condenaba los afanes fáusticos de la ciencia y proclamaba la vuelta a la naturaleza, durante esos paseos catárticos de que trata el libro, llevados a cabo de manera frecuente y sistemática -y en varias épocas hasta los días de su muerte- por los bosques y campiñas que circundaban París (en la villa y región de Montmorency, en un paraje boscoso llamado El Ermitage) y antes por las orillas del lago de Ginebra, en su Suiza natal, Rousseau paseaba por el gusto de pasear, "manía obsesiva de Rousseau", escribe José María Valverde.
    Allí daba rienda suelta sus pensamientos y meditaciones, se congraciaba y sinceraba con su corazón y fustigaba a la razón. Se sentía conectado y a la vez humillado ante y por la grandiosidad e inmensidad de la naturaleza, en tanto que pergueñaba su teoría (opuesta a los postulados de la Ilustración) de la cultura, la ciencia y las artes como una degradación de las costumbres esenciales. Esas páginas se proclamaban como los escritos de "un hombre en toda la verdad de la Naturaleza". En este libro, pues, Rousseau enuncia su particular filosofía del paseo: "Esta horas de soledad y de meditación son los únicos del día en que soy plenamente yo y para mí mismo, sin diversión, sin obstáculo y en los que puedo verdaderamente decir que soy lo que la naturaleza ha querido." Es decir, la caminata como una forma de pensar.
     Tras el proceso del Parlamento de París contra el Emilio, y las difamaciones hechas de su persona en Francia e Inglaterra en las postrimerías de su vida por filósofos y escritores, antes amigos y correligionarios suyos como Voltaire, los enciclopedistas Diderot y D'Alembert y por David Hume y Horace Walpole, se establece en Ginebra una temporada para luego regresar a París y morir allí. En los últimos cuatro o cinco años de su vida y una vez finalizados los Diálogos (1776), Rousseau se dedicó en esos paseos a llevar a cabo también una labor de introspección filosófica, que él sintetiza en la máxima "Conócete a ti mismo y goza contigo mismo", siendo la misma persona de Rousseau su tema, no sin antes dejar clara su admiración y correspondencia con los Ensayos de Montaigne, donde el francés proclamaba en el Prólogo: "Yo mismo soy la materia de mi libro."
     En Divagaciones de un paseante solitario, escribe Rousseau decepcionado por las traiciones: "Por más que los hombres quieran volver a mi, no me encontrarán. Con el desdén que me ha inspirado su trato me sería insípido e incluso molesto, y yo soy cien veces más feliz en mi soledad de lo que habría podido serlo viviendo con ellos". Y también para que quede claro: "Han arrancado de mi corazón todas las dulzuras de la sociedad. Éstas ya no podrán germinar a mi edad." Así, estas Divagaciones constituyen los apuntes o escritos realizados durante los "paseos" (título con el que designó igualmente los capítulos de su obra) cuando anotaba las impresiones de sus caminatas por los bosques y parajes que rodeaban la capital francesa, ya en sus últimos días a la vez que llevaba a cabo clasificaciones botánicas (otra de sus pasiones al igual que la de copiar música) de la flora del lugar. Allí anotaba: "Los ocios de mis paseos diarios a menudo han estado llenos de contemplaciones deliciosas y cuyo recuerdo lamento haber perdido. Fijaré a través de la escritura los que todavía puedan ocurrírseme".  Rousseau fue un escritor vigoroso de estilo brillante y colorido, presa de una embriaguez poética y metafísica, de ideas rotundas y originales cuya religión la constituyó la Naturaleza, en la que se imbuyó y de la que extrajo inspiración hasta el final de sus días: su filosofía se redujo "a un deísmo naturalista, saturado de escepticismo", como precisó certeramente algún comentarista de su obra. 

                                                                                                                   Robert Walser    
                                                                       
     Otro suizo, nacido en las cercanías de Berna, Robert Walser (1878-1956), uno de los escritores más elusivos y menos conocidos y difundidos de la literatura en lengua alemana, aunque siempre una presencia activa y elogiada por grandes escritores de su tiempo como Kafka, Musil, Benjamin y Canetti, se ocupó de que su vida y obra pasaran inadvertidas, al no tomar en cuenta la relevancia literaria y el ego del escritor y que sus libros, poco traducidos, circulaban entre un reducido número de lectores.
     El escritor Luigi Amara lo consideraba, con razón, una figura fantasmática en las letras alemanas del siglo XX, "un fantasma ya no más errabundo y vaporoso, como correspondía a su condición y carácter, sino anclado a la sombra de un estante, en obras escasas pero fielmente codiciadas", y reconoce al igual que los escritores antes mencionados la importancia capital de su tardía  obra de miscelánea, que muchas veces alcanza la incoherencia y el sinsentido pero también el deslumbramiento y la revelación, escrita antes de ingresar al sanatorio o asilo de Waldau -o al manicomio- "convento de los tiempos modernos", al decir de Canetti-, y que incluye temas menores y carentes de relieve, comentarios cotidianos, impresiones, ejercicios, borradores, paseos y excursiones anotados, bocetos de personajes erráticos. Dichos temas constituyen parte de una obra que rehúye toda relevancia, y que he venido leyendo fragmentariamente desde hace bastante tiempo, en revistas europeas (españolas) y en antologías literarias, aparte de un valioso volumen de su obra narrativa, publicado también en España por Seix Barral, que extravié en alguna mudanza.
     La prosa divagante de Walser avanza y registra la realidad revelando matices insospechados de las cosas, personas y vistas observadas e igualmente ejerce su nomadismo cuando comenta algún tema banal y hasta pueril, anotado en sus paseos, alumbrándose -y alumbrándonos- la misma con el escrutinio de su particular mirada. Como escribe Amara: "El signo de la poesía de Walser es la fugacidad." El escritor suizo desarrolla su obra en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, período trágico de angustia, ansiedad, zozobra y desarraigo. Igual que su compatriota Rousseau, la actividad que prefería era pasear y deambular por las vías urbanas o campestres con toda la carga de vagabundeo mental y libertad de imaginación e introspección que ello conlleva. En su texto "Paseo dominical", un paseante-poeta deambula por el campo entregado al infinito fantaseo de su mente, imaginando obras de arte y recitando poemas de memoria mientras recorre diversos paisajes bucólicos, y reflexiona el narrador: "¡Cómo iba a dejar de fantasear y hacer poesía mientras se paseaba! Pero era precisamente esto lo que a sus ojos enriquecía y amenizaba una y otra vez los paseos."  Los "héroes" - o antihéroes- de las prosas de Walser son personas fuera de lo común, con una imaginación hiperactiva, anómala o desproporcionada, poetas, alienados o desocupados; no en balde Walter Benjamin refirió que los suyos: "Proceden de la demencia y de ninguna otra parte. Son personajes que han pasado por la demencia y por ello siguen siendo de una superficialidad tan desgarradora, inhumana, inquebrantable." Los cataloga, pues, como holgazanes, pordioseros o genios. 
     En otra prosa suya, "La calle", ambientada en una atmósfera urbana, un caminante se siente paralizado en medio de un espacio movido por una dinámica caótica y fantasmagórica que lo vapulea, en la que se encuentra preso y de la que literalmente no puede salir o moverse y menos hablar. Discurre entre un remolino en medio de una galería de prisioneros, de una "totalidad amontonada". Walser nos introduce en una visión urbana de pesadilla, visión atroz salida de una mente anómala. Apunta el narrador: "Aquello discurría como el fluir de algo líquido, proseguía como si se disgregara; llegaba mecánicamente y se alejaba de igual forma. Todo era espectral, también yo." En su prosa "Pequeño paseo", un aldeano va por un camino comarcal admirando la naturaleza y saboreando sus observaciones, llegando en un momento a poner la mente en blanco: "Todo aquel mundo se me antojaba un gigantesco teatro(...) No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve", precisa el narrador.
     Cuando retrata al poeta Heinrich Kleist, en su texto "Kleist en Thun" -región cercana a Berna-, caminando el poeta por los bosques, hechizado frente al panorama natural de los Alpes suizos y sus innumerables aldeas y villas, se retrata él mismo tratando de asir lo que ve: "Quiere lo inasible, lo inconcebible del paisaje.(...) Quisiera no tener sino un solo ojo." Y en otra parte del texto, luego de terminar la jornada de la excursión alpina, apunta: "La noche lo alivia. Una vez en su alcoba se sienta a su escritorio dedicado a trabajar hasta el delirio. La luz de la lámpara le borra la imagen del paisaje; eso lo despeja y se pone a escribir." Fiel retrato cotidiano de su propia actividad de paseante y escritor.