miércoles, 23 de enero de 2019



Rousseau, Walser: filosofía y estética del paseo

Por: Ennio Jiménez Emán


                                                                          Jean Jacques Rousseau    

                                                                                            

     Un filósofo "existencial", pensador y escritor amante de los paseos, es el célebre ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778), cuyas ideas influenciaron la Revolución Francesa, autor de El contrato social (1762), del Emilio (1762) -que desató una persecución en contra suya para hacerlo pagar cárcel- y también del menos famoso libro Divagaciones de un paseante solitario (tengo en mis manos una edición del año 1976 de la Editorial Labor, Barcelona, España), terminado en 1776, dos años antes de su muerte (publicado póstumamente en 1782). En pleno auge del Romanticismo, que condenaba los afanes fáusticos de la ciencia y proclamaba la vuelta a la naturaleza, durante esos paseos catárticos de que trata el libro, llevados a cabo de manera frecuente y sistemática -y en varias épocas hasta los días de su muerte- por los bosques y campiñas que circundaban París (en la villa y región de Montmorency, en un paraje boscoso llamado El Ermitage) y antes por las orillas del lago de Ginebra, en su Suiza natal, Rousseau paseaba por el gusto de pasear, "manía obsesiva de Rousseau", escribe José María Valverde.
    Allí daba rienda suelta sus pensamientos y meditaciones, se congraciaba y sinceraba con su corazón y fustigaba a la razón. Se sentía conectado y a la vez humillado ante y por la grandiosidad e inmensidad de la naturaleza, en tanto que pergueñaba su teoría (opuesta a los postulados de la Ilustración) de la cultura, la ciencia y las artes como una degradación de las costumbres esenciales. Esas páginas se proclamaban como los escritos de "un hombre en toda la verdad de la Naturaleza". En este libro, pues, Rousseau enuncia su particular filosofía del paseo: "Esta horas de soledad y de meditación son los únicos del día en que soy plenamente yo y para mí mismo, sin diversión, sin obstáculo y en los que puedo verdaderamente decir que soy lo que la naturaleza ha querido." Es decir, la caminata como una forma de pensar.
     Tras el proceso del Parlamento de París contra el Emilio, y las difamaciones hechas de su persona en Francia e Inglaterra en las postrimerías de su vida por filósofos y escritores, antes amigos y correligionarios suyos como Voltaire, los enciclopedistas Diderot y D'Alembert y por David Hume y Horace Walpole, se establece en Ginebra una temporada para luego regresar a París y morir allí. En los últimos cuatro o cinco años de su vida y una vez finalizados los Diálogos (1776), Rousseau se dedicó en esos paseos a llevar a cabo también una labor de introspección filosófica, que él sintetiza en la máxima "Conócete a ti mismo y goza contigo mismo", siendo la misma persona de Rousseau su tema, no sin antes dejar clara su admiración y correspondencia con los Ensayos de Montaigne, donde el francés proclamaba en el Prólogo: "Yo mismo soy la materia de mi libro."
     En Divagaciones de un paseante solitario, escribe Rousseau decepcionado por las traiciones: "Por más que los hombres quieran volver a mi, no me encontrarán. Con el desdén que me ha inspirado su trato me sería insípido e incluso molesto, y yo soy cien veces más feliz en mi soledad de lo que habría podido serlo viviendo con ellos". Y también para que quede claro: "Han arrancado de mi corazón todas las dulzuras de la sociedad. Éstas ya no podrán germinar a mi edad." Así, estas Divagaciones constituyen los apuntes o escritos realizados durante los "paseos" (título con el que designó igualmente los capítulos de su obra) cuando anotaba las impresiones de sus caminatas por los bosques y parajes que rodeaban la capital francesa, ya en sus últimos días a la vez que llevaba a cabo clasificaciones botánicas (otra de sus pasiones al igual que la de copiar música) de la flora del lugar. Allí anotaba: "Los ocios de mis paseos diarios a menudo han estado llenos de contemplaciones deliciosas y cuyo recuerdo lamento haber perdido. Fijaré a través de la escritura los que todavía puedan ocurrírseme".  Rousseau fue un escritor vigoroso de estilo brillante y colorido, presa de una embriaguez poética y metafísica, de ideas rotundas y originales cuya religión la constituyó la Naturaleza, en la que se imbuyó y de la que extrajo inspiración hasta el final de sus días: su filosofía se redujo "a un deísmo naturalista, saturado de escepticismo", como precisó certeramente algún comentarista de su obra. 

                                                                                                                   Robert Walser    
                                                                       
     Otro suizo, nacido en las cercanías de Berna, Robert Walser (1878-1956), uno de los escritores más elusivos y menos conocidos y difundidos de la literatura en lengua alemana, aunque siempre una presencia activa y elogiada por grandes escritores de su tiempo como Kafka, Musil, Benjamin y Canetti, se ocupó de que su vida y obra pasaran inadvertidas, al no tomar en cuenta la relevancia literaria y el ego del escritor y que sus libros, poco traducidos, circulaban entre un reducido número de lectores.
     El escritor Luigi Amara lo consideraba, con razón, una figura fantasmática en las letras alemanas del siglo XX, "un fantasma ya no más errabundo y vaporoso, como correspondía a su condición y carácter, sino anclado a la sombra de un estante, en obras escasas pero fielmente codiciadas", y reconoce al igual que los escritores antes mencionados la importancia capital de su tardía  obra de miscelánea, que muchas veces alcanza la incoherencia y el sinsentido pero también el deslumbramiento y la revelación, escrita antes de ingresar al sanatorio o asilo de Waldau -o al manicomio- "convento de los tiempos modernos", al decir de Canetti-, y que incluye temas menores y carentes de relieve, comentarios cotidianos, impresiones, ejercicios, borradores, paseos y excursiones anotados, bocetos de personajes erráticos. Dichos temas constituyen parte de una obra que rehúye toda relevancia, y que he venido leyendo fragmentariamente desde hace bastante tiempo, en revistas europeas (españolas) y en antologías literarias, aparte de un valioso volumen de su obra narrativa, publicado también en España por Seix Barral, que extravié en alguna mudanza.
     La prosa divagante de Walser avanza y registra la realidad revelando matices insospechados de las cosas, personas y vistas observadas e igualmente ejerce su nomadismo cuando comenta algún tema banal y hasta pueril, anotado en sus paseos, alumbrándose -y alumbrándonos- la misma con el escrutinio de su particular mirada. Como escribe Amara: "El signo de la poesía de Walser es la fugacidad." El escritor suizo desarrolla su obra en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, período trágico de angustia, ansiedad, zozobra y desarraigo. Igual que su compatriota Rousseau, la actividad que prefería era pasear y deambular por las vías urbanas o campestres con toda la carga de vagabundeo mental y libertad de imaginación e introspección que ello conlleva. En su texto "Paseo dominical", un paseante-poeta deambula por el campo entregado al infinito fantaseo de su mente, imaginando obras de arte y recitando poemas de memoria mientras recorre diversos paisajes bucólicos, y reflexiona el narrador: "¡Cómo iba a dejar de fantasear y hacer poesía mientras se paseaba! Pero era precisamente esto lo que a sus ojos enriquecía y amenizaba una y otra vez los paseos."  Los "héroes" - o antihéroes- de las prosas de Walser son personas fuera de lo común, con una imaginación hiperactiva, anómala o desproporcionada, poetas, alienados o desocupados; no en balde Walter Benjamin refirió que los suyos: "Proceden de la demencia y de ninguna otra parte. Son personajes que han pasado por la demencia y por ello siguen siendo de una superficialidad tan desgarradora, inhumana, inquebrantable." Los cataloga, pues, como holgazanes, pordioseros o genios. 
     En otra prosa suya, "La calle", ambientada en una atmósfera urbana, un caminante se siente paralizado en medio de un espacio movido por una dinámica caótica y fantasmagórica que lo vapulea, en la que se encuentra preso y de la que literalmente no puede salir o moverse y menos hablar. Discurre entre un remolino en medio de una galería de prisioneros, de una "totalidad amontonada". Walser nos introduce en una visión urbana de pesadilla, visión atroz salida de una mente anómala. Apunta el narrador: "Aquello discurría como el fluir de algo líquido, proseguía como si se disgregara; llegaba mecánicamente y se alejaba de igual forma. Todo era espectral, también yo." En su prosa "Pequeño paseo", un aldeano va por un camino comarcal admirando la naturaleza y saboreando sus observaciones, llegando en un momento a poner la mente en blanco: "Todo aquel mundo se me antojaba un gigantesco teatro(...) No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve", precisa el narrador.
     Cuando retrata al poeta Heinrich Kleist, en su texto "Kleist en Thun" -región cercana a Berna-, caminando el poeta por los bosques, hechizado frente al panorama natural de los Alpes suizos y sus innumerables aldeas y villas, se retrata él mismo tratando de asir lo que ve: "Quiere lo inasible, lo inconcebible del paisaje.(...) Quisiera no tener sino un solo ojo." Y en otra parte del texto, luego de terminar la jornada de la excursión alpina, apunta: "La noche lo alivia. Una vez en su alcoba se sienta a su escritorio dedicado a trabajar hasta el delirio. La luz de la lámpara le borra la imagen del paisaje; eso lo despeja y se pone a escribir." Fiel retrato cotidiano de su propia actividad de paseante y escritor. 
     

      

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