Por: Ennio Jiménez Emán
Charles Baudelaire. Fotografía de Nadar, París, 1855.
El ancestro del dandy en Francia proviene de la Inglaterra de mediados del siglo XVIII, en la época en que vivieron Byron, Shelley, Keats y Hume cuando la aristocracia se vino a menos y la burguesía ya era clase rectora; pero su aparición es datada en 1880, fecha en que se estableció plenamente el término encarnado en George Brummell (1778-1890), un aristócrata de origen humilde (su abuelo fue pastelero y su padre “squire” de Berkshire donde conquistó la simpatía de la alta sociedad), elegante, cínico y decadente que estudió en Eton y Oxford y que murió arruinado y loco en un asilo en Caen, Normandía. Dicha estética fue luego prolongada en el país del norte en la época victoriana por los poetas, artistas y escritores de la Hermandad Prerrafaelita, continuada por Oscar Wilde.
En 1840, aproximadamente, el término hace su aparición en la cultura francesa, aunque un poco antes ya había sido mencionado y encarnado en ensayos y novelas de Balzac. En 1844 se publica en París un ensayo de Barbey d´Aurevilly (quien también practicó el dandysmo) dedicado a Brummell, del que Baudelaire (1821-1867) se nutrió para escribir sus notas sobre el tema espigadas en libros como Mi corazón al desnudo, El spleen de París y en un texto sobre arte titulado “El pintor de la vida moderna” (1860) dedicado al artista plástico Constantin Guys. Aquí el poeta francés le asigna al dandysmo un linaje más antiguo en el que incluye figuras como Julio César, Catilina y Alcibíades.En este texto refiere sobre los novelistas ingleses: “Esos seres no tienen otro estado que el de cultivar la idea de lo bello en su persona, satisfacer sus pasiones, sentir y pensar”.
Aparte de transgredir y sorprender, uno de los fines principales de la estética del dandy es convertir su propia persona en una obra de arte. Aquí el hábito sí hace al monje para forjarse una distinción de diferencia y elegancia que obedece a la búsqueda de una identidad personal y social proveniente más de las maneras aristocráticas (mentales e intelectuales) que de las burguesas, democráticas o de las muchedumbres. Baudelaire analoga las maneras y elegancias del dandy con las de los gatos. Se pregunta: “Por qué los demócratas no quieren a los gatos, es fácil de adivinar. El gato es hermoso: revela ideas de lujo, de limpieza, de voluptuosidad”. El dandy se define, entonces, más que por lo que le atrae, por la estética, por lo que se opone y la muchedumbre es blanco de su rechazo buscando su propia singularidad. “Perdido en este mezquino mundo, a codazos con las multitudes, soy como un hombre abrumado (…) borracho de su sangre fría y su dandysmo, orgulloso de no estar tan bajo como aquellos que pasan (…) ¡Qué me puede importar adónde van esas conciencias!”, apunta en su Diario.
Para Baudelaire la verdad y a la vez el calvario del dandy era “vivir y dormir ante un espejo”. Sobre su madre escribió igualmente en el Diario: “quería a mi madre por su elegancia. Era, pues, un dandy precoz”. Por otro lado, el temple aristocrático al que se refiere el dandysmo, es la búsqueda de una forma de excelencia, como escribe Daniel Salvatore Schiffer, “al margen de la élite aristocrática, una forma de excelencia a la vez ostentosa y fuera de lo común; contraria igualmente a la aristocracia del Antiguo Régimen”.
El dandy en la época moderna encarna “esa rebelión faltante desde la Revolución Francesa, entre el artista, definido por su genio y el aristócrata, definido por su excelencia”, precisa Schiffer.
Baudelaire anota que la figura del dandy es paradójica, porque aunque éste es dueño de un acicalamiento y una elegancia extremos, por otro lado existe algo ascético en él, para quien “la perfección de la toilette consiste en la simplicidad absoluta, que es, en efecto la mejor manera de distinguirse”. Aquí estaría siguiendo la máxima que d´Aurevilly le adjudicó a Brummell: “Para estar bien vestidos no hace falta llamar la atención”. Es decir, se trata del refinamiento casado con una sencillez inimitable, afianzando el detalle y los matices. Aún así, el ideal máximo del dandy no está sólo en el vestir sino que, como escribió d´Aurevilly, debe existir una armonía entre la ropa o el traje, su material, su color y el carácter de quien los lleva: “El traje no es mera fachada, sino expresión de la personalidad”. Además de esto, anota el autor de Las flores del mal, “un dandy jamás puede ser un hombre vulgar”, y más bien “debe aspirar a ser sublime sin interrupción”. En el detalle deben conjugarse por tanto el amor a sí mismo y el sentido del estilo.
El poeta francés escribe que el dandysmo es a la vez una pasión, una doctrina, una institución no escrita, un culto de sí mismo formador de una casta altiva “que puede sobrevivir a la búsqueda de la felicidad que puede encontrarse en otro lado, en la mujer, por ejemplo; que puede sobrevivir incluso a todo lo que se llaman ilusiones”. Algunos dandis conjugan a la vez el deporte, el juego, la pasión, el exceso, la bohemia, incluso la locura, lindando en otro extremo con el espiritualismo y el estoicismo. “¡Extraño espiritualismo! Para quienes son a la vez los sacerdotes y las víctimas, todas las condiciones materiales complicadas a las que se someten, desde el atuendo irreprochable a toda hora del día y de la noche hasta las jugadas más peligrosas del deporte, no son sino una gimnasia propia para fortalecer la voluntad y disciplinar el alma. En verdad, no estaría errado en considerar el dandysmo como una especie de religión”, escribe en el referido Diario.
Albert Camus en El hombre rebelde señala igualmente la naturaleza a su vez paradójica y trágica del mismo y afirma que en el dandysmo existe una mezcla de individualismo narcisista, de hedonismo epicúreo y ascesis estoica, aunque esta última esté “degradada”. Y aunque el dandy rechaza lo social, necesita un público, creando igualmente una dialéctica con lo social: “Su vocación está en la singularidad, su perfeccionamiento en la sobrepuja. Siempre en ruptura, en margen, fuerza a los demás a crearlo, negando sus valores. Representa su vida, a falta de poder vivirla (…) Estar solo para el dandy equivale a no ser nada”. Contraria al dualismo platónico (alma-cuerpo) y a la metafísica tradicional, la tragedia del dandy se basa en la aspiración permanente a un ideal superior, encarnando un idealismo a medio camino entre lo constructivo y lo destructivo, entre lo angélico y lo satánico y ubicado entre el bien y el mal.
Indudablemente Baudelaire encarna al dandy de su época, al igual que Wilde o Proust, mezcla de culto del yo, individualismo romántico y narcisista, elitismo cerebral, “síntesis acabada de desmesura dionisíaca y elegancia apolínea”, como escribe Schiffer. Mezcla, pues, de genio y excelencia, sensiblidad, buen gusto, vuelo poético, heroico pesimismo, cansancio nihilista, el ideal del dandy de un vivir para la belleza, señala Schiffer, “es el último destello del heroísmo en las sociedades decadentes”, como en la francesa finisecular donde vivió Baudelaire. La tragedia del poeta y dandy francés, amante a su vez de lo bello y lo maldito, de atracción y repulsión por lo social, como apuntó Jean Paul Sartre consistió en que su espíritu fue víctima de dos intenciones contradictorias “que se dan órdenes y se destruyen una a la otra”. Su ser interior se vio desgarrado por esa dualidad, “esa doble postulación, alma y cuerpo, horror a la vida y éxtasis de la vida, traduce el disloque de su espíritu”
Charles Baudelaire. Fotografía de Nadar, París, 1855.
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