viernes, 1 de septiembre de 2017


Poesía de Octavio Paz



                                                                 Octavio Paz

Por: Ennio Jiménez Emán


     La obra de Octavio Paz signa una faceta de la escritura literaria y de la dimensión del espíritu poético en el siglo XX. El poeta mexicano supo exaltar los poderes de la palabra escrita creativa y a la vez dignificar la prosa reflexiva como un antídoto contra los modos lingüísticos prevalecientes en una época de clichés verbales, frases hechas, nuevas jergas y estereotipos del lenguaje influidos por los medios de masas y electrónicos cuyo magisterio se prolonga erosionando y devastando la escena cultural de nuestros días. Desde sus primeras incursiones líricas en el grupo literario "Taller" en su país natal, cuando la poesía era más actividad vital que "ejercicio de expresión", en contraposición al grupo "Contemporáneos", Paz fue un buscador de la esencialidad y la trascendencia poéticas y no del sello personal en la escritura de sus textos. Siempre estuvo interesado en la poesía como ejercicio espiritual, como algo con lo que se debe comulgar. Esto queda claro desde esas primeras producciones donde están presentes ecos  románticos, modernos y un sello surrealista muy personal. Poemas como "Semillas para un himno", "El cántaro roto", o "Águila o sol" (1957) así lo evidencian.
     También, la filiación bastante marcada en la lírica de Paz con la gran poesía erótica y amorosa universal, asumida como un proceso de autorevelación, supone "el rito de paso hacia una conciencia más alta" y está paradójicamente encarnada en la mujer en una polaridad de "fuerzas que atraen y aterran", ya que las mismas están consubstancial e íntimamente ligadas a la naturaleza. Incluso, es por eso que cree que: "El poder del amor reúne los dos polos opuestos que separa una resistencia igualmente fuerte". Todo ello expresado en una imaginería que Paz busca, en algunos textos suyos, unificar poéticamente en el maithuna o unión sexual, una de las cinco cosas prohibidas "que el Tantra sacraliza en su insistencia en la santidad y pureza", según esta particular concepción del hinduismo y el budismo tibetano. Precisamente su poema "Maithuna" deja ver: "Mi día/ en tu noche/ revienta/ Tu grito/ salta en pedazos/ La noche/ esparce/ tu cuerpo/ Resaca/ tus cuerpos/ se anudan/ Otra vez tu cuerpo".

     En El arco y la lira están expuestas sus ideas sobre la poesía y el poema, las cuales se nutren precisamente de la tradición moderna de este género literario que arranca con precursores como Blake y Hölderlin; los románticos alemanes, y los franceses Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire, Breton y los surrealistas, dejando muy claro, como apunta Jean Franco, que el fin de la poesía no es sólo dominar las palabras y el tema, sino liberarlas y devolverles su magia primitiva. Sobre estas premisas, pues, su escritura intenta asentarse en la videncia y sus atmósferas líricas remiten a un ámbito alucinado y mágico donde también suele percibirse la poética creacionista y el tono huidobriano. Otras influencias de esa época son Michaux, Eliot, cummings.
     Para Paz la poesía (la gran poesía, por supuesto) es una forma creativa capaz de trascender el tiempo y la historia. Su concepción del poema como una entidad arraigada en  un presente perpetuo que trasciende épocas y edades,  está patente en libros suyos como Salamandra, en el texto "Noche en claro": "El tiempo daba vueltas y vueltas y no pasaba/ no pasaba nada sino el tiempo que pasa y regresa y no pasa") y en Ladera este, donde a su vez se hace evidente la impronta de su encuentro con el Lejano Oriente. A partir de estos dos últimos volúmenes, sus textos se van tornando cada vez más impersonales, visuales, hasta plegarse a los lineamientos de la poesía espacial o "concreta", a la concepción del poema como un microcosmos verbal y a la de las palabras como signos en rotación, pequeñas constelaciones verbales sobre el soporte espacial de la página, donde los vacíos o líneas en blanco también son significativos, acusando afinidades con la estética mallarmeana y estampada en libros como Topoemas y Discos visuales. En este período Paz elabora un discurso escritural que tiene afinidades con la pintura y la música, creando de este modo una suerte de abstracto y dinámico  surtidor de imágenes dotado de una gran carga poética.
     Las "estaciones poéticas" de Octavio Paz, como las denominó la inglesa Rachell Phillips, podrían delimitarse así: las impresiones fundamentales de la niñez; un somero acercamiento de juventud a la poesía social, resultado de acontecimientos vividos en su país a raíz de la revolución mexicana y en España en plena guerra civil; su relación, inicial también, con los mitos prehispánicos mexicanos, buscando iniciarse en una visión sacramental  que a la vez le propicie la trascendencia o la visión y acceso a otra realidad, de tal manera que en sus poemas tocados por el mito y lo sagrado se hace difícil establecer la distinción "entre la experiencia creadora y la religiosa".
     De igual manera, la exploración simultánea orientada por el Surrealismo en esos mismos años, indagando en el subconsciente, simbólicamente le depara al vate mexicano "el renacimiento que en los mitos sigue a la muerte" y la integración de la personalidad. Posteriormente durante su estadía en la India, tanto en poesía como en ensayo, se nutre también de las fuentes de la religión, mitos y filosofía de ese país, intentando superar la bipolaridad dharma-karma encarnada en el samsara. El budismo mahayana y su concepción del Vacío (sunyata) le suministran el concepto de unión de los opuestos, buscando trascender la visión dualista entre el ser y la nada y así obtener iluminación (nirvana) y sabiduría (la "Sabiduría de la Otra Orilla" o prajna-paramita), partiendo entre otras cosas del concepto tradicional hindú de que la Nada puede "predicarse" en palabras. El poema "Sunyata" de Ladera este, lo expone así: "Al confín/ yesca/ del espacio calcinado/ la ascensión amarilla/ del árbol/ Torbellino ágata/ presencia que se consume/ en una gloria sin substancia". Paz busca entonces conectarse con la sacralidad de mitos y religiones ancestrales como la mexicana e hindú, porque, como escribe Phillips: "En estas sociedades la vida sólo es real en la medida en que es sacramental, es decir imitativa de los patrones originales de creación y orden que sacaron la existencia de la eternidad."
 
                                                                  
                                                                     Octavio Paz, pintura de Gironella 
    Como ya expresamos, una buena parte de sus poemas también involucran experimentación textual, intentando superar las rígidas limitaciones lineales, discursivas o temporales de la palabra escrita, donde el poeta dibuja y diseña con las mismas y es el lector quien finalmente da sentido a los poemas. De paso, no deja de ser digna de interés y de tener en cuenta esta apreciación de Jean Franco sobre el parentesco de algunos aspectos de la lírica del autor mexicano con la del modernismo hispanoamericano, al puntualizar que: "Aún siendo muy diferente de la modernista, su poesía parece tener su origen en tensiones semejantes y estar construida a partir de una composición de imágenes, elementos, percepciones sensoriales primarias, colores, mitos dualistas que asumen el mundo visible."

sábado, 10 de junio de 2017


Handke y la angustia


                                                              Peter Handke 

Por: Ennio Jiménez Emán

      El Diario de Peter Handke El caer de la nieve, una obra maestra del lenguaje fragmentario que emparento con ciertos textos de Kafka por el desgarrado aislamiento existencial y la sombría soledad que patenta su autor en el período de su vida en que fue escrito, está traspasado de comienzo a fin por el sentimiento de angustia; constituyen esta notas brevísimas el itinerario de una introspección que se indaga e investiga sin cesar con lucidez e ironía, "plagada de la angustia más atroz", como afirma la autora del epílogo del libro en español. La angustia en estas páginas va ligada a la soledad y el autor parece sobrellevar irremediablemente ambos estados: "¿Mejor soportar la angustia que la compañía"?, anota Handke. El hecho de sentirnos seres efímeros, fugitivos en un breve viaje hacia la muerte, genera una angustia mortal que se convertirá, paradójicamente, en nuestra visceral compañera deparándonos una suerte de sustento vital. "Pienso de pronto que si me abandona la opresión que siento en el pecho, me abandonarían también las ganas de vivir." Esta es la angustia que se respira en los textos. Por medio de este estado superamos la presencia de la muerte en nuestro interior. Ella se hace una presencia real en nosotros, lo que nos permite sacar fuerzas para seguir viviendo. La angustia constituye, pues, la condición misma de nuestra existencia temporal y finita; es aquello que se encuentra siempre en el fondo del hombre, como apunta José Ferrater Mora.
      Esta angustia será un sentimiento ontológico congénito. La llevamos entre pecho y espalda como un ángel guardián, sólo que éste es una suerte de ángel exterminador que en lugar de traernos paz y sosiego, más bien nos depara inquietud y desaliento; nos asfixia empujándonos hacia la desesperación: "La angustia: ya no es posible respirar profundamente; la respiración superficial, nocturna, instaurada en pleno día." No se trata de una angustia fisiológica, ni de una angustia neurótica de causas psicológicas. Es un sentimiento real que corroe la existencia. Es, sin más, la angustia nuestra de cada día que debemos aprender a sobrellevar, so pena de convertirse en pánico: "Noche serena llena de angustia consciente, soportada y, por lo tanto nunca en peligro de convertirse en pánico." ¿Y cómo define el pánico el escritor austríaco? Como una suerte de angustia exacerbada: "el pánico es insensible, un inmenso, descarnado vacío en el pecho, y la certeza, no triste sino apática, de no poder acceder ni siquiera a la locura o al suicidio."
      Si nos tornamos más filosóficos, saliéndonos de la noción específica que le confiere Handke a este término, observamos que el verdadero objeto de la angustia es metafísico: poner la existencia de cara a la nada. Este es el carácter que Kierkegaard le adjudicaba a la angustia. Somos seres finitos que tenemos conciencia de nuestra imposibilidad de abarcar la infinitud; nuestra existencia está, pues, suspendida en la nada. Dice Ferrater Mora comentando la noción de angustia en el escritor sueco mencionado que "es ciertamente, un modo de hundirse en una nada, pero es a la vez la manera de salvarse de esa misma nada que amenaza con aniquilar al hombre angustiado, es decir, una manera de salvarse de lo finito y de todos los engaños."
      Algo parecido sucede con Handke. El escritor austríaco parece sostenerse igualmente en la angustia mortal como un medio válido de sobrellevar la cotidianeidad; es un sentimiento que llevamos profundamente arraigado en el ser, en la pulpa de nuestra subjetividad, amarrado a nuestra interioridad: "Una tristeza como de alguien que ha salido de la angustia mortal aguda, pero sigue afectado de forma leve", apunta Handke. No existe, entonces, más que la angustia. Todos nuestros actos están empapados por ella. Todo es ilusorio, parecen decirnos estas desoladas páginas de Handke; sólo la angustia ontológica es real: "Felicidad -y sentir lleno de angustia, que es una excepción."


                  Peter Handke


jueves, 18 de mayo de 2017

Paseos literarios por Nueva York. 





Por: Ennio Jiménez Emán



      Las veces que he visitado Nueva York, he aprovechado para emprender largas caminatas con el objeto de explorar un poco la ciudad, sobre todo por algunos sectores de Manhattan y el Bronx. He tenido oportunidad de visitar museos, galerías, bibliotecas, librerías, bares, lugares de esparcimiento y otros sitios de interés. Es cierto que en Nueva York muchas veces se siente uno como un insecto bajo las enormes moles arquitectónicas del centro de Manhattan y como un indigente frente a su dinámica económica y comercial, pero también es cierto que siempre se encuentra algún refugio cultural que nos ofrece una buena exposición, una excelente biblioteca, una librería para curiosear o un bar para beber un buen trago. Ya afirmaba Walter Benjamin que para conocer bien una ciudad lo mejor es caminarla.

     En esa ciudad, pues, se puede caminar, digan lo que digan los detractores del modernismo que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial comenzó a transformar todo su espacio urbano, basado muy probablemente en las directrices que estaban imponiendo las nuevas tendencias arquitectónicas y urbanísticas liderizadas, por un lado, por Le Corbusier y expresadas sobre todo en sus libros Hacia una arquitectura (1923) y El urbanismo (1924), donde exponía que la ciudad del futuro debía ser el cúlmen de la simpleza formal, el funcionalismo y el mecanicismo, aprovechando todos los adelantos que la nueva técnica ponía al alcance de la mano; y por el otro, en los principios y conceptos alentados por Mies van der Rohe, uno de los fundadores de la escuela de diseño alemana Bauhaus, emigrado a USA y que tomó a Nueva York como un laboratorio para exponer sus tesis sobre la "despersonalización" del arquitecto y además abogaba, utilizando el hierro, el concreto armado y el vidrio como materiales constructivos para erigir moles formadas por infinitos cubos de vidrio (por ejemplo el edificio Seagram Building en Manhattan) depositarias de una suerte de simpleza anónima. Van der Rohe había escrito que: "Los templos griegos, las basílicas romanas y las catedrales medievales nos importan como creaciones de toda una época y no como obras de arquitectos individuales", llegando como secuela a convertirse las ideas y principios de esta tendencia, según el crítico David Watkin, "en la visión intimidatoria de un futuro despersonalizado, secular", aterradora posibilidad que todavía hoy en día nos hace temblar.

      
     Sin embargo, por suerte esto no ocurrió con Nueva York, donde los edificios llevan la impronta y el estilo personal de sus creadores -desde el art deco hasta el postmodernista- como ninguna otra ciudad moderna occidental. Allí, pues, puede uno caminar con agrado admirando aquí y allá los diversos estilos arquitectónicos que presenta su paisaje urbano. Desde el Upper West Side (donde vivió mi amigo, el pintor venezolano Luis Noguera, con quien recorrí largos trechos por Broadway y las riberas del Hudson) hasta el Battery Park en la punta este, existe un coherente sentido peatonal.

    Pero apuntemos algo sobre la presencia de lo moderno introducida por el urbanista Robert Moses en la ciudad de Nueva York. La renovación del entorno que él llevó a cabo en la ciudad y sus alrededores desde mediados de los años 20 hasta finales de los 60, es sintomática del cambio de patrón y de mentalidad que introdujeron las grandes autopistas en la metrópoli estadounidense e igualmente las llamadas vias-parque (parkway), que permitieron el desplazamiento vehicular rápido al tiempo que aprovechaban las bondades de la naturaleza y brindaban una nueva perspectiva de observación romántica de Manhattan  y sus rascacielos, "nutriendo a toda una generación de fantasías urbanas" (al decir de Marshall Berman). A Moses no sólo se debe un conjunto importante de puentes y avenidas que ensanchan y atraviesan la ciudad, sino también la creación de nuevos parques interiores (incluyendo el reordenamiento del Central Park), la construcción de aeropuertos, sitios de recreación como Coney Island, paseo peatonales, conjuntos residenciales, túneles, fábricas que dieron una fisonomía definitivamente moderna a la ciudad.

   Muchos cuestionaron, y con razón, el impulso destructivo que este urbanista trajo con su empeño transformador (inspirado probablemente en la frase de Le Corbusier: "Tenemos que acabar con la calle"), llegando a convertirse en una especie de Titán moderno, simultáneamente constructor y destructor, respaldado por el gobierno y las corporaciones, al echar abajo antiguas zonas residenciales que poseían un carácter arquitectónico coherente con amplias calles peatonales, bulevares y viejos y aristocráticos edificios en suburbios como el Bronx, Queens, Brooklyn y Long Island; pero para él y otros urbanistas era necesario ya que para que la ciudad se expandiera ordenadamente de acuerdo a las necesidades de los nuevos tiempos, había que tomar ciertas medidas drásticas, como de hecho se hizo. Era, pues, una ilusión pensar que en una ciudad de tan avasallante expansión social, económica e industrial como Nueva York, su estructura urbanística iba a permanecer estática. Por suerte para la ciudad, a partir de los años 70 su expansionismo ilimitado se detuvo gracias a la recesión económica creada por la guerra de Viet-Nam y a las nuevas ordenanzas urbanas. Debido a esto, como apunta Marshall Berman en su libro La experiencia de la modernidad, "Nueva York es ahora una de las poquísimas ciudades de Estados Unidos donde todavía podrían tener lugar las escenas primarias de Baudelaire". El crítico se refiere aquí a los pasajes donde el poeta francés aludía a las bondades del París decimonónico de los grandes bulevares, retratado en su libro El spleen de París. 

     No es de extrañar entonces que, como afirma Berman, un poeta como Allen Gisnberg en su poema Aullido (1956) haya visto en la irrupción de este nuevo invasor tecnológico a un Moloch devorador de las energías modernas y destructor de un espacio apacible y armónico: "¡Moloch cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas coronan las ciudades!" Antes que Ginsberg pronunciara su aullido, el escepticismo ante la creencia de que la ciudad se recuperaría de su voracidad tecnológica y su violencia cotidiana la expuso el poeta anglo-americano W. H. Auden en "Ciudad sin muros": "Aún opulenta, inmune, persiste;/ feliz el que espera que las cosas mejoren/ lo que le espera muy bien puede ser peor.../ Esto consideraba a las tres de la mañana/ en el centro del corazón de Nueva York"; e igualmente Ezra Pound, quien de manera bastante cínica y despreciativa, la trataba como una bella doncella desalmada en su poema "N.Y.": "Mi ciudad, mi amada/ una doncella sin senos eres,/ Esbelta como una caña de plata./ Escúchame, atiéndeme! Y te infundiré una alma./ Y vivirás por siempre." Por esta razón gran parte de la literatura, las artes y la filosofía de Occidente, de un tiempo largo para acá, ha estado en permanente confrontación con las fuerzas del progreso y la modernización. Acota Berman que: "Antes de poder hablar eficazmente contra los Molochs del mundo moderno, era necesario desarrollar un vocabulario modernista de oposición. Esto fue lo que Stendhal, Büchner, Marx y Engels, Kierkegaard, Baudelaire, Dostoievski, Nietzsche, hicieron hace un siglo; esto fue lo que Joyce y Eliot, los dadaístas y los surrealistas, Kafka, Zamiatin, Babel y Mandelstam hicieron a comienzos de siglo".


     Ahora bien, la escisión entre el espíritu moderno expresada en la literatura, la filosofía y las artes y la transformación moderna del entorno implementada por la técnica, conlleva una paradoja: aun cuando el escritor o el artista hagan resistencia al Moloch demoníaco y devorador del progreso y el desarrollo y sean críticos mordaces del presente, por otro lado siempre serán avisadores del futuro, luchadores por un mundo mejor y más amable, aupadores del cambio y del crecimiento. En relación con esta paradoja, Berman observa que "de la fusión de empatía e ironía, entrega romántica y perspectiva crítica, nacieron el arte y el pensamiento modernistas". En Nueva York  los creadores han sabido adaptarse muy bien a las nuevas realidades, aprovechando los nuevos espacios. Allí se respira creatividad en las calles y no sólo en los museos, abriendo nuevos espacios al paseante, al peatón. Vemos como pululan en diversos sectores de la ciudad las esculturas y los murales comunitarios. Desde los años 60 del siglo XX hasta nuestros días, los murales han expresado la historia, el drama y el imaginario locales. Igualmente están activados permanentemente los encuentros de escritores, lecturas, seminarios y talleres literarios en universidades y otros centros culturales.

 Antes de que irrumpiera el llamado "progreso", el ideal de la modernidad fue siempre la calle, tal como lo expresaron Rousseau, Dickens, Whitman, Baudelaire y Joyce en sus obras; allí el "romance urbano cristaliza en la calle, que aparece como el símbolo fundamental de la vida moderna." Es bastante probable que ya las calles no sean las mismas que estos escritores plasmaron en sus libros y no cumplan el mismo ideal, que no encarnen los mismos sueños y pesadillas de un tiempo anterior, pero, en todo caso, la presencia avasallante de la calle que se impone en Nueva York es siempre estimulante. Los creadores salieron a la calle y dieron un vuelco a la dinámica cultural de la ciudad, encontrándose la literatura y las artes en un diálogo continuo con ella. Para Berman "habían mostrado como recrear el diálogo público que desde Atenas y Jerusalén en la antigüedad, ha sido la más auténtica razón de ser de la ciudad."


Si un siglo y medio atrás Walt Whitman había retratado las calles de Nueva York en el "Canto a mí Mismo": "Aquí estoy mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates de  Broadway, y vagando toda la tarde por las callejuelas solitarias", hoy día la misma ha brillado con una incandescencia particular en poemas de Robert Lowell, Paul Blackburn, Frank O´Hara y Allen Ginsberg. Ginsberg ya no ve calles desiertas, sino llenas de seres espectrales hipnotizados por el hechizo mercantil de la ciudad, tal como lo expresa en su libro América: "Fijeza eterna (...)/ calles de cráneos vacíos de Nueva York/ Famélicos fantasmas/ Llenando la ciudad/ máscaras de cera por Park Ave./ Un millón de cadáveres corriendo/ a través de la calle 42/ Edificios de cristal cada vez más altos/ transparentes". Tan importante ha llegado a ser este diálogo que "las calles irrumpieron en la poesía norteamericana en un momento esencial, justo antes de que irrumpieran en nuestra política", apunta Berman. Igualmente, la ciudad ha fulgurado en diferentes épocas, entre otros autores, en la narrativa de Ralph Ellison (El hombre invisible), John Dos Pasos (Manhattan Transfer), Henry Roth (Llámalo sueño), Henry Miller (Primavera negra), E.L. Doctorow (La feria del mundo), Paul Auster (Ciudad de cristal, La trilogía de Nueva York),  John Auchincloss (La pequeña isla), Tom Wolfe (La hoguera de las vanidades) Isaac Bashevis Singer (Sombras sobre el Hudson) en las letras poéticas de compositores como Bob Dylan, Paul Simon y Leonard Cohen, así como en los temas de los poetas callejeros del Rap. Henry Miller, nativo de Brooklyn, quien precisamente se había ido huyendo a París cuando la ciudad comenzó a transformarse radicalmente, en las primeras páginas de Primavera negra había hecho una cálida apología de la calle: "Pero yo nací y me crié en la calle (...) Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una actitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos, de otro modo, o más adelante, uno se los inventa. Lo que está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura."

El espíritu moderno, e igualmente el postmoderno, han florecido, pues, en Nueva York tan plenamente que hoy identificamos a esta ciudad con el dinamismo y el vértigo que nuestra época ha traído consigo, y la literatura particularmente ha expresado este estado con  auténtica vitalidad y energía creadoras, erigiendo belleza entre la vorágine y el caos; pero también extrayendo inspiración del orden que subyace oculto en esta electrizante ciudad, que cuando menos lo pensamos, nos seduce con su perfilada silueta recortada románticamente contra los rojos atardeceres.



                                                 

domingo, 7 de mayo de 2017



Beckett, poema de Ennio Jiménez Emán



















Beckett *

 Recordando la foto
 tu perfil de águila                          
 tus ojos rabiosos
 auscultando los cielos
 de la gris Irlanda
 el otro lado del mar
 las viejas luces de Dieppe
 envuelto entre la niebla
 igual el alma
 golpea duro
 tus oscuras palabras
 divididas
 contra la pared del cuarto
 en el asilo
 escenario del desconcierto
 crujen los huesos de Eco
 lirios secos en un jarro
 espejea la soledad
 cae una lluvia triste
 esperando a Godot.


* Poema perteneciente al libro Rito de desvelo, de Ennio Jiménez Emán.
Fotografía de Beckett: Richard Avedon, intervenida por E.J.E.

sábado, 6 de mayo de 2017

La obra negra de Odilon Redon

                                                         
  

Por: Ennio Jiménez Emán

      Al despertar, luego de haber soñado larga e intensamente la noche anterior con un universo gris, fantástico y absurdo, fascinante y tenebroso a la vez, poblado de extrañas criaturas, tengo la sensación de haber visitado una de las etéreas e ignotas comarcas en claroscuro que produjo la febril imaginación del pintor francés Odilon Redon (1840-1916). Sumergido en los bajos fondos del Ser, en las tinieblas de la psique, este universo onírico imaginado por Redon parece ser una suerte de doble psicológico de nuestro inconsciente, donde impera sin embargo una atmósfera visual empapada de una tétrica belleza poética, capaz a su vez de llevar el espíritu a estados de ascenso y elevación.
        Admirado por Gaugin, Denis, Degas, celebrado por Mallarmé y Huysmans, entre otros, Redon se cuenta entre los artistas más originales de su tiempo, y está llamado a convertirse -si ya no lo es ya- en una de las más importantes referencias e influencias de la pintura figurativa y fantástica del siglo XX. Su nombre habría que colocarlo al lado de Bosch, Blake, Goya, Ensor, Ernst, Magritte, en cuanto a la construcción de una obra que bordea los límites del pensamiento, la imaginación, el psiquismo humano. Dueño de una creatividad desbordada y alucinante, el pintor asumió su arte como una forma de desnudar su inquietante mundo interior, como una suerte de medio para exorcizar los fantasmas de su inconsciente. En este sentido, el crítico Alfred Werner ha escrito: "Es bastante posible que de no haber encontrado Redon realizarse en su trabajo, se hubiera vuelto loco. Su delirio, su fiebre, fueron anulados por la creación de lo grotesco, como el espanto en algunos de los cuadros de Bosch, Goya, Fuseli o Blake."
      Desde sus inicios, Redon utilizó colores oscuros, manejando técnicas como el carbón, el aguafuerte, el pastel y la litografía, constituyendo esta última la que dominó con mayor maestría; sólo hasta el año de 1890 comenzó a utilizar elementos colorísticos en su obra. Estuvo ligado al Simbolismo, movimiento literario y estético que alrededor del año 1885 surge en Francia rompiendo con los cánones cientificistas y  realistas, los cuales habían imperado continuadamente en la literatura y en la pintura desde el Romanticismo hasta el Impresionismo (aunque una obra de Redon, El ojo como un globo extraño se dirige al infinito, es de 1882).
       Incluyó también en su obra elementos presentes en la estética romántica: esoterismo, teosofía, temas míticos y religiosos. Tendencia eminentemente literaria, el simbolismo plástico para muchos críticos es el equivalente del simbolismo literario y tiene como una sus tendencias filosóficas centrales expresar o representar la idea interior u onírica, a través de una forma sensible, de una imagen. Expresar esta idea, en sentido platónico, es expresar un poco la realidad última y esencial presente en la interioridad humana. Redon trató de concretar en su arte este postulado y de llevarlo hasta sus últimas consecuencias: intenta, entre otros motivos, presentar en su iconografía un sentimiento religioso que lo conecte con la realidad secreta y misteriosa de las cosas; se trata de asumir el hecho plástico como una búsqueda de la belleza ideal, en su caso una belleza grotesca conectada con el lado oscuro de la psique, tal como queda representado en lo que hemos designado como su obra negra (su obra gráfica en carbón, pastel y grabado), dueña de un hechizo fantasmagórico, nocturno, producto de veladas visiones de la conciencia personal y colectiva que se hacen en parte visibles a través de la imagen y que en cierta manera escapan a los actos volitivos del pintor. Ya lo afirmaba el propio Redon: "Nada se hace en arte sólo por la voluntad. Todo se hace por la sumisión dócil a la llamada del inconsciente."

Un visionario de lo sublime y lo siniestro
       No vacilaríamos en calificar a Redon como un visionario de lo sublime y lo tenebroso, de lo siniestro-lírico, que mezcla lo poético con lo mórbido en una insólita síntesis visual, dueño de una iconografía que, además de contener elementos de la imaginación romántica y simbolista, presagia al surrealismo pictórico. No por casualidad esa imaginería del caos, lo grotesco, la mutilación, de  la fragmentación y la discontinuidad espaciales patentes en su discurso plástico, han llevado a algunos a presentarlo como uno de los precursores del Surrealismo, en lo que se refiere a una iconografía donde se anula la profundidad, las figuras son distorsionadas, absurdas o fantásticas; está presente la exageración formal, la indefinición o desvirtuación volumétrica.
       En su obra en blanco y negro, Redon recrea un espacio de la mente que expresa nuestro ser intemporal con frecuencia patentizado o representado en los sueños ("el estado subjetivo fundamental", según Bachelard), tal como lo presenta en su colección de grabados En el Sueño (1879), donde deambulan personajes sonámbulos, mutilados y ojos alados en continuo ascenso. A nuestro parecer, esta serie de grabados son producto de lo que el crítico Gaston Bachelard llama la imaginación dinámica, y en ella asistimos a una dialéctica del abismo y de las cumbres. En un mundo sin gravedad, las etéreas figuras flotan en las pesadas atmósferas con impulsos simultáneos de ascenso y descenso: el ojo cósmico y vigilante, la cabeza degollada y la esfera que asciende livianamente en medio del paisaje como burbuja o pompa de jabón, en el perímetro de un universo decolorado y borroso. Sin duda alguna, un paisaje psíquico muy similar al que nos presentan los sueños. En su libro El aire y los sueños, el referido Bachelard ha definido el dinamismo del estado onírico de manera precisa: "Durante el sueño no vivimos nunca inmóviles sobre la tierra. Caemos de un sueño a otro más profundo, o bien hay en nosotros un poco de alma que quiere despertarse: entonces nos levanta. Subimos o bajamos sin cesar. Dormir es descender y ascender como un ludión sensible en las aguas de la noche."
       En sus series litográficas, desbordadas de nocturnidad: A Edgar Allan Poe (1882), Los Orígenes (1883), Homenaje a Goya (1885), La Noche (1886), La Tentación de San Antonio (1888), Sueños (1891) y El Apocalipsis de San Juan (1889), notamos la importancia que tiene el color negro como sostén expresivo primordial y nutricio de su mundo bizarro y fantasmagórico. En efecto, en sus Diarios, el pintor anotaba: "Uno debe admirar el negro. Nada puede corromperlo. No complace al ojo y no despierta la sensualidad. Es un agente del espíritu mucho más importante que el bello color de la paleta o el prisma." En ese topos donde se entrecruzan lo real  y lo imaginario, poblado por seres del inframundo espiritual y onírico pululan toda suerte de imágenes, metamorfosis, transfiguraciones: criaturas mutiladas, ojos alados y fulgurantes, cabezas cortadas, mónadas, ángeles, demonios, quimeras, sátiros, pegasos, centauros, serpientes; temas de la iconografía cristiana: Cristo, Lucifer. Imágenes del  Libro del Apocalipsis y temas de la literatura: ilustraciones a obras de Edgar Allan Poe, Baudelaire, Flaubert, Bulwer-Lytton.
      "Aquí está la pesadilla trasladada al arte", expresó el novelista y crítico Joris-Karl Huysmans, después de visitar una de las exposiciones de Redon. Y en efecto, su obra en blanco y negro como expresión del sueño en su estado prístino, no puede excluir la pesadilla como una de sus principales manifestaciones. Observando ese mundo oscuro pesadillesco construido por Redon, constatamos sin embargo como este pintor asumió su arte, no sólo como expresión del terror caótico que percibimos en los sueños y que a veces nos asalta en la vida despierta, sino también como una salida exorcizante frente al demencial vacío espiritual de todos los días. Ese pequeño halo de luz que tenuemente alumbra la tenebra en sus cuadros, ¿no presagia acaso el pasaje de la nigredo a la albedo, la posibilidad de un nuevo despertar a la claridad, tal como reza  uno de los postulados alquimistas? Escribe Bachelard: "Sobre la materia negra se presagia ya una leve blancura. Es un alba, una liberación que surge. Entonces, realmente, todo matiz un poco claro es el instante de una esperanza. Correlativamente, la esperanza de la claridad reprime activamente la negrura".


Ilustraciones: grabados de Odilon Redon
                                       
Odilon Redon

viernes, 5 de mayo de 2017

Las ciudades delirantes de William Burroughs


Por: Ennio Jiménez Emán

     
     Ciudades de la noche roja, uno de los más ambiciosos libros de ficción de William Burroughs (1914-1997) que he leído, es a la vez novela policíaca, texto de ficción y narración de piratas. Burroughs es representante típico de la llamada "generación beat" estadounidense, escritor de poca garra cuyo estilo narrativo es más de corte documental y de guión cinematográfico que propiamente literario (aunque siempre interesante como reflejo de una época), con buenos momentos de luminosa prosa poética y produjo clásicos y crispantes documentos sobre la pesadilla de la drogadicción. Almuerzo desnudo, Yonqui, son ejemplos característicos de las décadas de los sesenta-ochenta del siglo XX, signadas por el nihilismo -y en Burroughs también por el agnosticismo- la subversión y confusión moral, estando su autor siempre "empeñado en imponer una visión apocalíptica del mundo y de la vida dominada por el vértigo de la droga y la homosexualidad" a la moda, llevando la misma al paroxismo -dando al traste incluso andando este siglo XXI-, estados que como ya hemos visto por lo general degeneran en una sórdida y patológica vacuidad existencial y que el novelista estadounidense insistió en ensalzar en sus libros como vía para alcanzar "un tipo de plenitud más o menos maldita", al decir de uno de sus críticos, siempre contrapuesta a la moral convencional. Es preciso aclarar que para Burroughs, aparte de la narco-adicción a los estupefacientes, toda persona sujeta a una necesidad es un drogadicto, siendo las peores drogas el poder (de cualquier índole) y el sexo (tanto heterosexual como homosexual), que mantienen a los sujetos cautivos en su dependencia. Androginismo, lesbianismo, transformismo, sadomasoquismo son otras de las formas distorsionadas que obsesionan a la decadente y perversa sexualidad y moralidad de nuestros tiempos, y que no son sino signos de una desgarrada y mutilada identidad en una traumada civilización que, aún en nuestros días,  no alcanza a fraguar sus valores.  
     En Ciudades de la noche roja, Burroughs pone en discurso un mejor estructurado proyecto verbal que, sin embargo, a mitad de camino parece naufragar en la ambigüedad y el delirio narrativos, donde presenta, con una ironía despiadada, un sórdido e intemporal panorama de nuestra civilización a través de una prosa fulminante que en sus buenos momentos vivisecciona la realidad con descripciones de una causticidad aterradora: un lienzo donde, a ratos, se patenta la desolación de nuestro tiempo, la soledad del sexo y la muerte y donde se entrecruzan visiones de El Bosco, Sade, Rimbaud, Celine.  
    Burroughs construye el argumento con tres historias que se combinan alternándose, creando una trama un tanto contrapuntística, inconexa y difícil de seguir. Veamos. Clem William Snide, un detective homosexual viaja por varias ciudades del mundo investigando supuestas y extrañas muertes (o desapariciones) de jóvenes a manos de una secta que practica inusuales ritos de transmigración espiritual, magia astral, sacrificio sexual y drogadicción, encargada de esparcir el virus B-23 en Occidente, virus que, actuando sobre el sistema nervioso, provocaba un frenesí sexual que en su momento paroxístico terminaba en estrangulación y ahorcamiento por los participantes en el momento del orgasmo, lo cual era circunstancia favorable para su transmisión. Dicho virus, supuestamente, tuvo su origen en las ciudades de la noche roja producido por la radiación roja que contaminaba las ciudades y que probablemente era causada por un meteorito que cayó en los alrededores (hoy Siberia), la cual esparció una plaga conocida en su momento como La Fiebre Roja. En la actualidad varios mutantes en el mundo poseen el mismo y están agrupados en algunas sectas ubicadas en puntos claves del planeta. La inoculación y propagación del virus está siendo investigada paralelamente por el sabio Dr. Pierson, adicto a la heroína.
      Junto a esto, Burroughs intercala fracturadamente una narración de piratas que va en contrapunto con la trama principal. El capitán Strobe es rescatado del patíbulo en Ciudad de Panamá en 1702. Simultáneamente, el mismo año Noé Blake, joven aprendiz de pirata y de escritor que lleva un diario, y algunos amigos, se embarcan con el capitán Opio Jones en El gran blanco en una travesía por varios puertos: Nueva York, Florida, Charleston, Jamaica, Veracruz. En un simulacro de captura son abordados por el corsario Krup von Nordenholz y Strobe a bordo de La sirena, barco que es una suerte de ciudad utópica y promiscua en miniatura en alta mar; posee una tripulación de jóvenes trasvestis y adictos reclutados en Trípoli, Madagascar y África Central y llevan buenas cantidades de droga y estupefacientes. Su misión: comercio en el hemisferio occidental, cultivo de opio y hachís, adormidera, azúcar y ron, con una posible conexión con una revolución política y militar en América y el Caribe. Además de esta misión, las intenciones de los piratas son claras. Strobe declara: "Todas las religiones son sistemas mágicos que compiten con otros sistemas. La iglesia ha reducido la magia a aquelarres cuyos oficiantes están ligados entre sí por un miedo común. Podemos unir a las dos Américas en un gran aquelarre de los que viven bajo las ordenanzas unidos contra la iglesia cristiana, católica y protestante. Nuestra política es fomentar la práctica de la magia e introducir creencias religiosas alternativas para romper el monopolio cristiano."


     Al investigar el caso de un joven arqueólogo desaparecido, John Everson (otro será Jerry Green, adicto a las drogas sucias, a quien el coronel Dimitri, contacto del detective en Grecia, ha encontrado decapitado y embalsamado en en un baúl en el puerto de El Pireo), en Ciudad de México, Snide descubre en la trastienda de un club de vicio el original de un libro secreto (que está en manos de un joven y perverso millonario), escrito por un cronista anónimo de la época, donde se cuenta la historia de dichas ciudades, además de un códice que contiene una serie de leyendas, mitos e historias ilustradas de las mismas a las que el detective posteriormente, y en una misión diferente, le tocará reescribir y animar. Al dar por terminada su misión y descubrir que Everson está vivo, sólo que ahora es un mutante con un espíritu diferente y con la identidad cambiada y que fue secuestrado para cambiarle de personalidad y liberarle así del yugo de sus padres, Snide, a petición del joven millonario, y por parecerle tan extraordinaria la narración se propone reescribir la historia de las ciudades de la noche roja, para ser luego editada y posteriormente escribir un guión con objeto de realizar un film. El detective, ahora escritor (alter ego de Burroughs), en el Libro Segundo de la novela, incluye entonces en su texto una narración sobre piratas en la que está trabajando y lee en el texto del cronista la historia de las ciudades que él mismo recreará, incluyéndose él mismo como personaje, a los piratas de su relato y a otros conocidos. Aquí Burroughs utiliza paroxísticamente el recurso del relato dentro del relato: el escritor que escribe un libro (Burroughs), y en el texto existe otro autor (Snide), que escribe a su vez un libro donde otro autor escribe un libro (Blake) que,  finalmente, descubrimos que es escrito por un griego, el Dr. Dimitri. Recurso que, desde Cervantes en el Quijote, ha sido utilizado por varios autores modernos y  contemporáneos: Calvino, Cortázar, García Márquez, entre otros. 
     Posteriormente, en el relato delirante escrito ahora por Snide, basado en el manuscrito, el barco La sirena se convierte en un buque fantasma tripulado por ahorcados provenientes de las míticas ciudades de la noche roja, quienes son hijos de un solo ahorcado por inseminación artificial. Todos son seres transmigrantes de aquellas ciudades. El barco sirve como una especie de máquina del tiempo en la cual los ocupantes viajan por diferentes épocas hasta llegar, en un viaje de regreso, a las originarias y nada románticas urbes rojas. Entonces los piratas devienen como contrabandistas intergalácticos que al llegar allí, según el texto escrito por Snide-Burroughs, realizan diversas peripecias: de farra en un bar del barrio chino de Ba'dan, ciudad del crimen, aúpan a Krup y Strobe, quienes son los sacerdotes del vicio. Las luces de otra ciudad, Yass-Waddah, titilan al otro lado de la bahía donde habitan sólo mujeres, hermafroditas y seres transplantados por las primeras. Una vez en el antro, con armas que lanzan sustancias afrodisíacas, en una "cálida noche eléctrica", presencian peleas y ahorcamientos. En una sala espejos y cámaras de video, ven a sus compañeros como seres mutantes: cuerpos de hombre con cabeza de mujer y viceversa; nuevas gorgonas que "agitan el pelo alrededor de sus cabezas como llamas del infierno." Hasta aquí nos parece que el recurso experimental de mezclar el relato de ciencia-ficción, el discurso filosófico y el verismo son manipulados por Burroughs de forma enrevesada en perjuicio del argumento.



Una visión de patíbulos y ciudades en llamas de El Bosco

     Pero vayamos a las ciudades. En las mejor logradas y fulminantes descripciones, Snide-Burroughs parece presentarnos una radiografía de las apocalípticas metrópolis contemporáneas. Las seis "utópicas" ciudades de la noche roja: Tamaghis, Ba'dam, Yass-Waddah, Naufana, Waghdas y Ghadis estaban ubicadas  en un lugar indeterminado en lo que era el desierto de Gobi hace cien mil años, supuestamente anteriores a ciudades históricas y míticas como Uruk, Nínive, Sodoma y Gomorra, Babilonia, Bizancio, aunque en la narración reúnen signos característicos de todas ellas: allí el narrador sitúa los orígenes de la raza blanca como mutación de la negra. En la época originaria existían ríos, oasis y lagos y la población disponía de universidades y centros de saber. En una época tardía, el desorden, el caos, el hacinamiento, las pestes, plagas y guerras imperantes devastaron la población. Para esa fecha ya eran consignados cincuenta y siete tipos de enfermedades venéreas endémicas. Por los efectos de la noche roja, las mismas fueron abandonadas, huyendo los sobrevivientes a diversos lugares y cruzando algunos el estrecho de Bering hasta el Nuevo Mundo, donde se radicaron en la zona ocupada posteriormente por los Mayas. En la reescritura de Snide-Burroughs, reviven ahora como poblados libertinos y decadentes donde se ofician todo tipo de transgresiones. Aparecen en estas páginas en paralelo con diversas ciudades modernas: Nueva York, Lima, Ciudad de México, Tánger, Atenas, Túnez. Veamos: Tamaghis, núcleo de enfrentamientos de guerrillas tranzadas en una guerra biológica; Ba'dam, lugar de juego y comercio: "Se parece bastante a la Norteamérica actual, con su precaria élite adinerada, su extensa clase media descontenta y un segmento igualmente amplio de delincuentes y fuera de la ley. Inestable, explosiva y barrida por torbellinos de revueltas"; Yass-Waddah, centro del poder femenino que planea subyugar las otras ciudades; Waghdas, centro universitario y de aprendizaje; Naufana y Ghadis, ciudades de la ilusión. 
     En ellas los habitantes estaban divididos en dos clases: los Transmigrantes (homosexuales que reencarnan inmediatamente después de morir) y los Receptáculos (parejas heterosexuales que procrean sólo para asegurar el renacimiento de los primeros). Los Transmigrantes poseen, pues, los poderes de la profecía y la proyección astral, capaces de prever el futuro y de determinar la fecha exacta de la muerte, la cual por lo general era practicada antes de la vejez y de las enfermedades de la edad avanzada en un rito cruel que terminaba en el ahorcamiento, la estrangulación y el suministro de drogas a los Receptáculos en el momento del orgasmo, lo cual aseguraba la transferencia gozosa del espíritu hacia otros cuerpos, tal como lo practicarán después en el siglo XX las sectas que querían revivir dichos ritos y que investigaba el detective Snide. El narrador apunta: "Parece probable que las quemaduras, apuñalamientos, envenenamientos, estrangulamientos y ahorcamientos fueran en gran parte alucinaciones terminales provocadas por el virus, en el punto donde la línea entre ilusión y realidad se rompe". Y en otra parte: "El virus es como un pulpo enorme en los cuerpos de la ciudad, que muta en formas proteicas: la Fiebre Asesina, la Fiebre Voladora, la Fiebre del Odio Negro. En todos los casos las energías del sujeto se centran en una actividad u objetivo. Hay una Fiebre del Juego y una Fiebre del Dinero, que a veces infecta a los indoloros; con los ojos saltando chispas, son atraídos por el dinero con una tremenda avidez, temblando como arpías hambrientas". ¿No es esto lo que ocurre cotidianamente en nuestras promiscuas ciudades? Además de estos virus, existen virus como el Sida, tan peligrosos como el radiactivo B-23 y que amenaza con contaminarlo todo. 
     El color rojizo -como vimos- "como un reflejo de un hongo gigantesco" que se percibe por las noches proviene para algunos de un meteorito que cayó en las cercanías de Tamaghis, dejando un cráter de treinta kilómetros de diámetro que otros creían ocasionado por un agujero negro, a través del cual "los habitantes de aquellas ciudades antiguas viajaron en el tiempo hasta un atolladero final". Las radiaciones del color afectaron a los pobladores con diversas mutaciones sobre el color del pelo y la piel, originando mutantes blancos y albinos que fueron sustituyendo a los negros originarios. El desarrollo científico y mental llegó allí a tales extremos, que el narrador, ironizando la avidez cientificista contemporánea que ha llegado en nuestros días a la robotización humana, declara: "El Consejo había comenzado a producir una raza de superhombres para la exploración del espacio. En lugar de eso, produjo una raza de voraces vampiros idiotas". Veamos la descripción de una noche en Tamaghis, antigua y futurista a la vez, que podría ser la noche de cualquier jungla de asfalto de hoy: "Cazadores de Perros, Espermáticos, Sirenas y Policía Especial del Consejo de los Elegidos que se infiltran en Tamaghis desde Yass-Waddah. Los Cazadores de Perros se apoderan de todos los jóvenes que encuentran en las zonas de Juegos Limpios y los venden a los estudios de ahorcamiento y agentes de semen. Los Espermáticos son piratas que operan desde fortalezas situadas fuera de las murallas de la ciudad, atacando a las caravanas y trenes de suministros, cavando túneles bajo los muros para hacer sus presas entre los cascotes de las afueras de la ciudad. Son fueras de la ley que cualquier ciudadano puede matar como a los cuatreros". La destrucción de Yass Waddah (suerte de ancestral Gomorra ocupada por mujeres)  por los hombres vecinos de las otras ciudades, constituye el principal episodio de esta epopeya apocalíptica, ya que simboliza el triunfo de los sodomitas sobre las féminas a quienes querían desaparecer de la Tierra.  
     La narración final -Libro Tercero-, es un texto delirante donde se entremezclan todos los planos narrativos produciendo una suerte de colapso verbal; una brutal galería de perversiones sexuales y pavores existenciales: amotinados, revoluciones y guerras entre las ciudades; un caos apocalíptico que se riega como lava y en el cual hacen caldo de cultivo los delincuentes, criminales, traficantes y aberrados de toda laya en un clima de frenesí orgiástico: proxenetas, onanistas, invertidos, violadores deambulan en el marco de una pesadilla de aire tecnológico y arcaico a la vez, decorada con escenarios de un sórdido Hollywood decadente en una paroxística secuencia de fin de mundo. Por aquí pasearán todos los personajes, trastocados: se encuentran los personajes de la narración ficticia con los "reales" en situaciones surreales y absurdas, actuando en una suerte de ópera bufa (el detective, los piratas, el Dr. Pierson, Dimitri, los perversos jóvenes). Los elementos y planos narrativos son llevados a la exasperación verbal: los ingredientes de ciencia-ficción y narración fantástica y filosófica; datos científicos, elementos de hechicería, esoterismo, ocultismo, magia negra, neoplatonismo, orfismo, antropología, historia, atropelladamente mezclados con el realismo en una no bien lograda dosis, le restan a la narración cualquier verismo cáustico contundente.
     Sólo al final descubrimos, echando mano Burroughs de un recurso manido y banal que el argumento de la novela ha sido generado por un delirio alucinatorio producido por una sobredosis de heroína de los tres jóvenes cuyas supuestas desapariciones son investigadas en la "realidad" por Snide: Audrey, Jerry Green y John Everson. Los tres jóvenes, hijos de familias adineradas en Estados Unidos, han huido de sus hogares lanzados a un periplo de drogadicción vía Katmandú que primero los llevará por diferentes lugares de Europa hasta anclar en un hotelucho de Atenas donde ingieren una sobredosis, adquiriendo Jerry un supuesto virus: ¿Sida? La historia de las ciudades relatada por ellos en el delirio, desconocidas por los tres jóvenes es recogida por el doctor griego que los trata en una clínica ateniense, Dimitri, quien lleva el mismo nombre que el coronel, en presencia del detective Snide, y que supuestamente es quien escribe el texto principal.
     Lástima que un argumento que pudo ser bien resuelto, una buena historia policíaca, de piratas y de ficción fantástica termine en un desenlace a la vez facilista y enrevesado. El texto naufraga entre la inverosimilitud y la ambigüedad de lo ocurrido. La trama y los personajes se diluyen en un delirio narrativo: una maraña de imágenes, escenas, diálogos y situaciones que, más que asquear, finalizan por aburrir o abrumar. Con poca habilidad Burroughs opta por armar un collage surrealista donde todo se disuelve en una incoherente utopía y tétrica fantasía -con momentos de buena prosa- que, como totalidad, pudo llegar a convertirse en una descarnada y vital alegoría, en una desollada metáfora de la usualmente colapsada civilización de nuestro tiempo.

                       Retrato de Burroughs:  Foto de Richard Avedon intervenida por E.J.E.