jueves, 18 de mayo de 2017

Paseos literarios por Nueva York. 





Por: Ennio Jiménez Emán



      Las veces que he visitado Nueva York, he aprovechado para emprender largas caminatas con el objeto de explorar un poco la ciudad, sobre todo por algunos sectores de Manhattan y el Bronx. He tenido oportunidad de visitar museos, galerías, bibliotecas, librerías, bares, lugares de esparcimiento y otros sitios de interés. Es cierto que en Nueva York muchas veces se siente uno como un insecto bajo las enormes moles arquitectónicas del centro de Manhattan y como un indigente frente a su dinámica económica y comercial, pero también es cierto que siempre se encuentra algún refugio cultural que nos ofrece una buena exposición, una excelente biblioteca, una librería para curiosear o un bar para beber un buen trago. Ya afirmaba Walter Benjamin que para conocer bien una ciudad lo mejor es caminarla.

     En esa ciudad, pues, se puede caminar, digan lo que digan los detractores del modernismo que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial comenzó a transformar todo su espacio urbano, basado muy probablemente en las directrices que estaban imponiendo las nuevas tendencias arquitectónicas y urbanísticas liderizadas, por un lado, por Le Corbusier y expresadas sobre todo en sus libros Hacia una arquitectura (1923) y El urbanismo (1924), donde exponía que la ciudad del futuro debía ser el cúlmen de la simpleza formal, el funcionalismo y el mecanicismo, aprovechando todos los adelantos que la nueva técnica ponía al alcance de la mano; y por el otro, en los principios y conceptos alentados por Mies van der Rohe, uno de los fundadores de la escuela de diseño alemana Bauhaus, emigrado a USA y que tomó a Nueva York como un laboratorio para exponer sus tesis sobre la "despersonalización" del arquitecto y además abogaba, utilizando el hierro, el concreto armado y el vidrio como materiales constructivos para erigir moles formadas por infinitos cubos de vidrio (por ejemplo el edificio Seagram Building en Manhattan) depositarias de una suerte de simpleza anónima. Van der Rohe había escrito que: "Los templos griegos, las basílicas romanas y las catedrales medievales nos importan como creaciones de toda una época y no como obras de arquitectos individuales", llegando como secuela a convertirse las ideas y principios de esta tendencia, según el crítico David Watkin, "en la visión intimidatoria de un futuro despersonalizado, secular", aterradora posibilidad que todavía hoy en día nos hace temblar.

      
     Sin embargo, por suerte esto no ocurrió con Nueva York, donde los edificios llevan la impronta y el estilo personal de sus creadores -desde el art deco hasta el postmodernista- como ninguna otra ciudad moderna occidental. Allí, pues, puede uno caminar con agrado admirando aquí y allá los diversos estilos arquitectónicos que presenta su paisaje urbano. Desde el Upper West Side (donde vivió mi amigo, el pintor venezolano Luis Noguera, con quien recorrí largos trechos por Broadway y las riberas del Hudson) hasta el Battery Park en la punta este, existe un coherente sentido peatonal.

    Pero apuntemos algo sobre la presencia de lo moderno introducida por el urbanista Robert Moses en la ciudad de Nueva York. La renovación del entorno que él llevó a cabo en la ciudad y sus alrededores desde mediados de los años 20 hasta finales de los 60, es sintomática del cambio de patrón y de mentalidad que introdujeron las grandes autopistas en la metrópoli estadounidense e igualmente las llamadas vias-parque (parkway), que permitieron el desplazamiento vehicular rápido al tiempo que aprovechaban las bondades de la naturaleza y brindaban una nueva perspectiva de observación romántica de Manhattan  y sus rascacielos, "nutriendo a toda una generación de fantasías urbanas" (al decir de Marshall Berman). A Moses no sólo se debe un conjunto importante de puentes y avenidas que ensanchan y atraviesan la ciudad, sino también la creación de nuevos parques interiores (incluyendo el reordenamiento del Central Park), la construcción de aeropuertos, sitios de recreación como Coney Island, paseo peatonales, conjuntos residenciales, túneles, fábricas que dieron una fisonomía definitivamente moderna a la ciudad.

   Muchos cuestionaron, y con razón, el impulso destructivo que este urbanista trajo con su empeño transformador (inspirado probablemente en la frase de Le Corbusier: "Tenemos que acabar con la calle"), llegando a convertirse en una especie de Titán moderno, simultáneamente constructor y destructor, respaldado por el gobierno y las corporaciones, al echar abajo antiguas zonas residenciales que poseían un carácter arquitectónico coherente con amplias calles peatonales, bulevares y viejos y aristocráticos edificios en suburbios como el Bronx, Queens, Brooklyn y Long Island; pero para él y otros urbanistas era necesario ya que para que la ciudad se expandiera ordenadamente de acuerdo a las necesidades de los nuevos tiempos, había que tomar ciertas medidas drásticas, como de hecho se hizo. Era, pues, una ilusión pensar que en una ciudad de tan avasallante expansión social, económica e industrial como Nueva York, su estructura urbanística iba a permanecer estática. Por suerte para la ciudad, a partir de los años 70 su expansionismo ilimitado se detuvo gracias a la recesión económica creada por la guerra de Viet-Nam y a las nuevas ordenanzas urbanas. Debido a esto, como apunta Marshall Berman en su libro La experiencia de la modernidad, "Nueva York es ahora una de las poquísimas ciudades de Estados Unidos donde todavía podrían tener lugar las escenas primarias de Baudelaire". El crítico se refiere aquí a los pasajes donde el poeta francés aludía a las bondades del París decimonónico de los grandes bulevares, retratado en su libro El spleen de París. 

     No es de extrañar entonces que, como afirma Berman, un poeta como Allen Gisnberg en su poema Aullido (1956) haya visto en la irrupción de este nuevo invasor tecnológico a un Moloch devorador de las energías modernas y destructor de un espacio apacible y armónico: "¡Moloch cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas coronan las ciudades!" Antes que Ginsberg pronunciara su aullido, el escepticismo ante la creencia de que la ciudad se recuperaría de su voracidad tecnológica y su violencia cotidiana la expuso el poeta anglo-americano W. H. Auden en "Ciudad sin muros": "Aún opulenta, inmune, persiste;/ feliz el que espera que las cosas mejoren/ lo que le espera muy bien puede ser peor.../ Esto consideraba a las tres de la mañana/ en el centro del corazón de Nueva York"; e igualmente Ezra Pound, quien de manera bastante cínica y despreciativa, la trataba como una bella doncella desalmada en su poema "N.Y.": "Mi ciudad, mi amada/ una doncella sin senos eres,/ Esbelta como una caña de plata./ Escúchame, atiéndeme! Y te infundiré una alma./ Y vivirás por siempre." Por esta razón gran parte de la literatura, las artes y la filosofía de Occidente, de un tiempo largo para acá, ha estado en permanente confrontación con las fuerzas del progreso y la modernización. Acota Berman que: "Antes de poder hablar eficazmente contra los Molochs del mundo moderno, era necesario desarrollar un vocabulario modernista de oposición. Esto fue lo que Stendhal, Büchner, Marx y Engels, Kierkegaard, Baudelaire, Dostoievski, Nietzsche, hicieron hace un siglo; esto fue lo que Joyce y Eliot, los dadaístas y los surrealistas, Kafka, Zamiatin, Babel y Mandelstam hicieron a comienzos de siglo".


     Ahora bien, la escisión entre el espíritu moderno expresada en la literatura, la filosofía y las artes y la transformación moderna del entorno implementada por la técnica, conlleva una paradoja: aun cuando el escritor o el artista hagan resistencia al Moloch demoníaco y devorador del progreso y el desarrollo y sean críticos mordaces del presente, por otro lado siempre serán avisadores del futuro, luchadores por un mundo mejor y más amable, aupadores del cambio y del crecimiento. En relación con esta paradoja, Berman observa que "de la fusión de empatía e ironía, entrega romántica y perspectiva crítica, nacieron el arte y el pensamiento modernistas". En Nueva York  los creadores han sabido adaptarse muy bien a las nuevas realidades, aprovechando los nuevos espacios. Allí se respira creatividad en las calles y no sólo en los museos, abriendo nuevos espacios al paseante, al peatón. Vemos como pululan en diversos sectores de la ciudad las esculturas y los murales comunitarios. Desde los años 60 del siglo XX hasta nuestros días, los murales han expresado la historia, el drama y el imaginario locales. Igualmente están activados permanentemente los encuentros de escritores, lecturas, seminarios y talleres literarios en universidades y otros centros culturales.

 Antes de que irrumpiera el llamado "progreso", el ideal de la modernidad fue siempre la calle, tal como lo expresaron Rousseau, Dickens, Whitman, Baudelaire y Joyce en sus obras; allí el "romance urbano cristaliza en la calle, que aparece como el símbolo fundamental de la vida moderna." Es bastante probable que ya las calles no sean las mismas que estos escritores plasmaron en sus libros y no cumplan el mismo ideal, que no encarnen los mismos sueños y pesadillas de un tiempo anterior, pero, en todo caso, la presencia avasallante de la calle que se impone en Nueva York es siempre estimulante. Los creadores salieron a la calle y dieron un vuelco a la dinámica cultural de la ciudad, encontrándose la literatura y las artes en un diálogo continuo con ella. Para Berman "habían mostrado como recrear el diálogo público que desde Atenas y Jerusalén en la antigüedad, ha sido la más auténtica razón de ser de la ciudad."


Si un siglo y medio atrás Walt Whitman había retratado las calles de Nueva York en el "Canto a mí Mismo": "Aquí estoy mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates de  Broadway, y vagando toda la tarde por las callejuelas solitarias", hoy día la misma ha brillado con una incandescencia particular en poemas de Robert Lowell, Paul Blackburn, Frank O´Hara y Allen Ginsberg. Ginsberg ya no ve calles desiertas, sino llenas de seres espectrales hipnotizados por el hechizo mercantil de la ciudad, tal como lo expresa en su libro América: "Fijeza eterna (...)/ calles de cráneos vacíos de Nueva York/ Famélicos fantasmas/ Llenando la ciudad/ máscaras de cera por Park Ave./ Un millón de cadáveres corriendo/ a través de la calle 42/ Edificios de cristal cada vez más altos/ transparentes". Tan importante ha llegado a ser este diálogo que "las calles irrumpieron en la poesía norteamericana en un momento esencial, justo antes de que irrumpieran en nuestra política", apunta Berman. Igualmente, la ciudad ha fulgurado en diferentes épocas, entre otros autores, en la narrativa de Ralph Ellison (El hombre invisible), John Dos Pasos (Manhattan Transfer), Henry Roth (Llámalo sueño), Henry Miller (Primavera negra), E.L. Doctorow (La feria del mundo), Paul Auster (Ciudad de cristal, La trilogía de Nueva York),  John Auchincloss (La pequeña isla), Tom Wolfe (La hoguera de las vanidades) Isaac Bashevis Singer (Sombras sobre el Hudson) en las letras poéticas de compositores como Bob Dylan, Paul Simon y Leonard Cohen, así como en los temas de los poetas callejeros del Rap. Henry Miller, nativo de Brooklyn, quien precisamente se había ido huyendo a París cuando la ciudad comenzó a transformarse radicalmente, en las primeras páginas de Primavera negra había hecho una cálida apología de la calle: "Pero yo nací y me crié en la calle (...) Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una actitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos, de otro modo, o más adelante, uno se los inventa. Lo que está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura."

El espíritu moderno, e igualmente el postmoderno, han florecido, pues, en Nueva York tan plenamente que hoy identificamos a esta ciudad con el dinamismo y el vértigo que nuestra época ha traído consigo, y la literatura particularmente ha expresado este estado con  auténtica vitalidad y energía creadoras, erigiendo belleza entre la vorágine y el caos; pero también extrayendo inspiración del orden que subyace oculto en esta electrizante ciudad, que cuando menos lo pensamos, nos seduce con su perfilada silueta recortada románticamente contra los rojos atardeceres.



                                                 

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