lunes, 20 de enero de 2020

La poética cabalística de Harold Bloom

                                                                                   Harold Bloom
Por: Ennio Jiménez Emán


          Harold Bloom fue un crítico estadounidense (recientemente fallecido en 2019) ampliamente conocido por el público literario, gracias a libros suyos como La angustia de las influencias, El Canon occidental, Los poetas visionarios del romanticismo inglés, Presagios del milenio, entre otros de sus muchos títulos publicados. Bloom se destacó en el campo de la crítica literaria actual por sus originales teorías sobre la creación artística y poética, el lenguaje y la crítica desde una metodología interdisciplinaria que abarca el estructuralismo, el psicoanálisis, el análisis socio-histórico, el retórico, entre otras disciplinas. Así, siguiendo a Freud, a quien Bloom sitúa como uno de los últimos grandes representantes de la tradición literaria de Occidente, y entendiendo el psicoanálisis como una teoría retórica de los tropos literarios (Bloom elabora una suerte de psicoanálisis de la historia literaria occidental) puede deducir toda una teoría-catástrofe de la creatividad, diciéndonos que el arte es una angustia y el significado una catástrofe para la supervivencia del yo creador, ya que todo creador  se encuentra con la angustia de las influencias en él de creadores anteriores y trata de ocultarlas; entonces, existe en nuestra psique "una compulsión de repetir que anula el principio del placer." Esta compulsión de repetir será lo demónico: la muerte equivaldría al significado literal, y "el eros es el equivalente del significado figurado". De esta manera, el lenguaje, el discurso, el texto, de cada creador está íntimamente ligado al de sus predecesores en el corpus global de todo un sistema literario, donde los discursos se interpenetran unos con otros en el marco de una historia literaria particular, sobre la que el crítico arrojará luz al deslindar y desglosar las diferentes categorías en los diversos contextos literarios.
          Una particular y sugestiva teoría poética nos plantea Bloom en uno de sus libros, La cábala y la crítica, haciendo una lectura muy libre y contemporánea de la misma y alejada de la tradición interpretativa -esotérica, mística, de exégesis religiosa- que de ella hace el judaísmo, aunque apoyado en algunos teóricos hebreos (Cordovero, Luria) y sobre todo en los paradigmas exegéticos propuestos por Gershom Scholem en sus diversos estudios sobre el gran libro judío, y que fueron agrupados en un denso volumen: Kabbalah (Quadrangle, The New York Times Book Company). Para Bloom la Cábala contiene toda una teoría de la retórica y del lenguaje figurativo, que viene dada a través de los conceptos, tropos e imágenes, y en los cuales él escudriñará para construir un modelo de interpretación de los textos literarios.
          La Cábala, elaborada por inspirados rabinos y cuya versión completa aparece en el siglo XIII al sur de Francia (Provenza), contiene las enseñanzas esotéricas judías referentes a Dios y sus creaciones. Significa "tradición", y su corpus conceptual está basado en los escritos apocalípticos, el primer capítulo del profeta Ezequiel y el primero del Génesis, además del fermento teosófico y místico legado por el Gnosticismo y el Neoplatonismo. Desde el Renacimiento hasta nuestro días, ha sido fuente de inspiración, sobre todo, para los poetas, quienes además de la atracción de las ideas ocultistas, han demostrado igualmente inspiración y atractivo por su lenguaje y su armazón formal.

 
                                                                                    Harold Bloom
       
          Bloom rastrea los orígenes de la Cábala en el Sefer Yezirah (Libro de la Creación), escrito en el siglo II por el rabí Akiba, martirizado por los romanos, y en el Sefer ha-Bair (Libro Resplandeciente), escrito en el siglo XIII, y que evolucionaría rápidamente hasta convertirse en el Zohar, o Biblia de la Cábala, escrito por Moisés de León entre 1280 y 1286 en Guadalajara, España. La Cábala Segunda o moderna fue escrita casi completamente por Isaac Luria en Palestina (1534-1572); de ella, entre otras cosas, surge el hasidismo.
          La opinión de Bloom es que las Sefirot, concepto o imagen central de la Cábala clásica o Zohar, atributos del creador o Ein-Sof  ( "Sin Término" ) que generan del centro infinito hacia una circunferencia finita -y a través de las cuales está estructurada toda la realidad-, funcionan asimismo como imágenes o tropos poéticos que sustituyen a Dios. Un poco alejado de las interpretaciones esotéricas que casi no les dan importancia, o que consideran a las Sefirot como herramientas del creador o personificaciones alegóricas del mismo, Bloom dice que Dios y ellas son una misma cosa, haciéndolo pensar que igualmente "Dios y el lenguaje son una sola y misma cosa".
          Así, las Sefirot son diez imágenes de Dios que mantiene una dialéctica entre los significados literales y figurativos dentro de cada Sefirah -singular de Sefirot- y de las que las siete menores derivan de las tres superiores. Las Sefirot se agrupan en un árbol que se puede leer de arriba hacia abajo, y en que cada Sefirah va generando otra y contiene a su vez a todas las demás. Sus nombres son: 1) Corona Suprema, 2) Sabiduría, 3) Inteligencia, 4) Grandeza o Amor, 5) Poder o Juicio, 6) Belleza o Misericordia, 7) Victoria o Aguante Duradero, 8) Majestad, 9) Fundación, 10) Reino. Como los principios de construcción de ellas se hacen por analogía, Bloom las hermana al lenguaje poético y las define como tropos retóricos, siendo en la Cábala "canales sobrenaturales de influencias (o retóricamente hablando, poemas divinos, cada uno un texto en sí mismo)." De esta manera, las Sefirot, que funcionan como tropos poéticos en la creación, son las imágenes que sostienen y dan consistencia a la escritura de cada creador.Por identificación analógica, las Sefirot pueden considerarse como influencias de escritura de unos a otros autores, así como ellas van emanando a partir de Dios al hombre. De aquí que Bloom infiere que "todo nuevo poeta trata de ver a su precursor como al demiurgo y busca contemplar más allá de él al Dios desconocido, sabiendo a la vez, secretamente, que ser un poeta fuerte es ser un demiurgo." Bloom entiende por "poeta fuerte", a un autor de escritura paradigmática en la tradición literaria occidental, precursor, por ejemplo Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Donne, Whitman, Rilke, Pound, etc.
          De esta forma, el significado de un texto moderno sería un significado errante -como el exilio judío- y "que va como la humana tribulación o el error, de texto en texto, y dentro de un texto, de figura en figura". Si atendemos a lo que nos dice Bloom de que "Un poema constituye una mala interpretación profunda de un poema anterior, cuando reconocemos que el poema posterior está más bien ausente que presente en la superficie del poema más antiguo, implícito y oculto en él, aún no manifiesto, pero no obstante allí", entonces podemos encontrar, por ejemplo en la literatura inglesa en poetas fuertes como Browning, Swinburne o Yeats, influencias ocultas de Shelley, aun cuando ellos tengan estilos prácticamente antitéticos al de Shelley o hayan negado su influencia. Este último es el precursor. Muchos autores tratan de ironizar a sus precursores con la intención de no hacer notar su influencia, pero es precisamente este ocultamiento de la influencia lo que hace posible que ella se manifieste. Esta teoría poética se aplica sólo a los poetas "fuertes", y no a los poetas "menores" o menos influyentes que son la mayoría, y que presentan todo tipo de influencias, de su tradición poética nacional y de literaturas foráneas, y las aceptan abiertamente. 
           Bloom casi niega la originalidad de toda escritura poética: así como cada Sefirah contiene a las demás anteriores, los poemas se repiten, desde siempre, unos a otros, llevando al crítico estadounidense a "considerar la historia de la poesía como una guerra civil interminable, defensiva, de hecho, una guerra entre familia", por negar o superar las influencias. Cada autor está influenciado por uno o por muchos autores, que a su vez estuvieron influenciados por otros. Bloom piensa que en nuestro tiempo, influencia ha pasado a ser una palabra chocante, sobre todo porque cada quien se cree poseedor de ideas propias, porque la mayoría de los poetas se creen genialmente originales. Así, la "influencia" es el Yo Soy del discurso literario: la primera Sefirah de la Cábala, la Corona Suprema, la absoluta ausencia y la presencia absoluta. La noción de "influencia" , parte entonces de la "mala lectura" que ese alguien que va a ser un poeta fuerte, hará de otro poeta fuerte anterior (o de varios poetas fuertes antecesores), ya que "leer un texto es necesariamente leer un sistema entero de textos." Sería bueno aplicar esta teoría de la influencia desarrollada por Bloom, a los poetas de habla hispana, de España y Latinoamérica e investigar cuáles son los poetas fuertes, y cuáles los epígonos que se creen poetas fuertes y no lo son, creo que hay más de estos últimos que de los primeros.

(Dedicado a mi hermana María Auxiliadora Jiménez Emán, estudiante de ciencia cabalística)

                                Árbol cabalístico


sábado, 26 de enero de 2019


Pierre Loti, Horhan Pamuk. Dulce y amargo, paseos por Estambul



                                                                                       Pierre Loti

Por: Ennio Jiménez Emán


     Pierre Loti, seudónimo de Lucien Viaud (1850-1923), escritor laureado por la Academia francesa en 1891, autor de una veintena de libros (la mayoría de ellos de ellos novelas y crónicas de viajes, autobiográficos y epistolares), marinero de profesión que pasó más de veinte años viajando por el mundo, fue ante todo un espíritu sensual errabundo y atormentado por la explicación de su destino y por la búsqueda de la belleza. La fluidez, plasticidad y musicalidad de su prosa, su crítica al modo de vida occidental, su anarquía sentimental, su nomadismo y trajinar permanente hacen de él un maestro del oficio de las letras y un escéptico atizado por ideas metafísicas, dominado por el hastío, la melancolía y la angustia de la muerte. Loti ha sido injusta y simplistamente calificado de autor colonialista, o de vacuo escritor retórico de temas impresionistas o exóticos por sus detractores maniqueos y denigrado sobre todo por su propensión a la notoriedad, al travestismo o al amaneramiento narcisista, pero pasan por alto al escritor que posee "la visión de un poeta y un filósofo", al "gran novelista que revela su ansiedad metafísica" en las magníficas descripciones del mar, del desierto, de las ruinas y de las ciudades muertas o distantes envueltas en atmósferas de ensueño, al comentarista y analista religioso, al aliado sentimental por la opresión de la vida en el harén, o por su solidaridad con los oprimidos en los países transitados y por los parias y desheredados del mundo.
     Loti fue un paseante obsesivo, un flâneur impenitente, como queda demostrado en casi todas las descripciones de sus novelas, donde los países y las ciudades visitados son transitados palmo a palmo, conviviendo y compartiendo con habitantes ilustres o comunes. Son notables las descripciones de sus paseos por Estambul y las vistas de la ciudad registradas en su primera novela, Aziyadé (1879), libro que Loti escribe durante la temporada que estuvo a bordo de una fragata como teniente de navío y enviado de Francia a la guerra ruso-turca y que tocó tierra en las radas de Salónica y Estambul. La novela está escrita a partir del Diario que el propio Loti llevaba consigo a bordo. Allí, entre la ficción y la realidad, el libro va tomando cuerpo a través de notas, cartas y fragmentos del Diario con el propio nombre de Loti, y que esta vez se pone como personaje en las ropas de un teniente de la marina inglesa al servicio de Turquía. 
     Narra aquí la historia de Aziyadé, la odalisca de ojos verdes que anda de permiso transitorio de un harén, una de las esposas de un rico sultán turco, con quien inicia una relación amorosa en Estambul, "empresa insensata en todo tiempo y sin calificativo posible en las circunstancias actuales", anota el narrador de la novela, "arriesgando su cabeza, la cabeza de varios más y toda clase de complicaciones diplomáticas". Cuenta, pues, sus peripecias vitales al lado de la bella joven turca de ojos verdes, a la que Loti retrata al comienzo de la novela cuando la vio por primera vez en Salónica: "La joven que poseía aquellos ojos, se levantó y enseñó hasta la cintura su cuerpo envuelto en una muceta turca de pliegues largos y rígidos. El corpiño era de seda verde, adornado con bordados de plata. Un velo blanco envolvía cuidadosamente la cabeza, no dejando ver más que la frente y los hermosos ojos." Y desde aquí queda prendado para luego encontrarla de nuevo en Estambul, e ir contando sus románticas peripecias, paseos, correrías, seducciones entre el laberíntico mosaico de claroscuros de la ciudad.

                                            Aziyadé

     Más adelante anota sus primeras impresiones de la ciudad turca, unión de los dos continentes, por la que piensa realizar sus excursiones y caminatas: "Vivo en uno de los más hermosos países del mundo, y mi libertad es ilimitada. Puedo recorrer a mi antojo los pueblos y las montañas, los bosques de la costa de Asia y los de Europa(...) Estambul se ilumina todas las noches; arde el Bósforo en luces de Bengala. Últimos destellos del Oriente que se va; una magia de gran espectáculo, que, sin duda, no volverá a verse ya".
     Una vez absorbido por el ajetreo de la ciudad, Loti anda a sus anchas por callejuelas empinadas y estrechas, por plazas y zonas pintorescas, camina a su antojo y capricho, a la deriva, como buen flâneur, seducido por el ritmo y color de la ciudad. Descubre sus recovecos desolados y misteriosos que le sugieren imágenes y pensamientos insólitos: "¿Quién me restituirá mi vida en Oriente, mi vida libre y al aire libre, mis largos paseos sin objeto, y el estrépito de Estambul?(...) detenerse en todos los cafetines, ante las tumbas coronadas de turbantes, en los baños, en los mausoleos y en las plazas,(...) charlar con los derviches y con transeúntes, ser por sí mismo, una nota de este cuadro lleno de movimiento y de luz; ser libre, sin preocupaciones y desconocido." Y más adelante, sumergido plenamente en la ciudad, cuando ha captado su alma, refiere: "El tiempo está tempestuoso, la brisa es tibia y suave. Fumamos un narguile de dos horas bajo las arcadas moriscas de la calle Sultán-Selim. Las blancas columnatas, deformadas por los años, alternan con los quioscos funerarios y las filas de tumbas. Ramas de árboles, rosados de flores, rebasan las murallas grises, frescas plantas crecen por doquier y se extienden alegremente sobre los viejos mármoles sagrados".
     Como afirma un crítico, con Loti sucede que "con su sensibilidad de esteta se detiene en los detalles que lo consuelan. Su alma, permanentemente afligida por lo transitorio de la vida parece gozar con preferencia de las cosas fugitivas." Amante, flâneur y peregrino, Loti se desplaza entre arabescos y enigmas orientales con un desparpajo sin límites en busca de sus fantasmas de siempre (como un trasunto de la hechizante figura de Aziyadé), estampando en las páginas de esta novela, los últimos bocetos de una ciudad ya ida o en transformación, que quizás (al igual que su arquetípico amor) se perdió para siempre en la ensoñación: "Me recosté  contra un pilar hundiendo mis miradas en la calle desierta y oscura, que parecía la calle de una ciudad muerta.(...) Ni una ventana abierta, ni un transeúnte, ni un ruido. Solamente la hierba creciendo entre las piedras.(...) Balcones cerrados, shaknisirs de gran vuelo, avanzando sobre la calle triste. Tras las rejas de hierro, discretas celosías de hojas de fresno, sobre las cuales artistas de otro tiempo habían pintado árboles y pájaros".


                                                     
                                                                                  Orhan Pamuk

     Orhan Pamuk (Estambul, 1952), Premio Nobel de Literatura en 2006, es un escritor que lleva en su cuenta la producción de varios libros tales como novelas, crónicas, memorias y ensayos literarios. Un escritor afincado en la médula de su ciudad natal, por la que pasea, vaga o divaga, conociendo palmo a palmo su fisiología urbana, sus encantos y miserias, tratando de captar "su alma y esencia", como él afirma, aunque haya pasado largos períodos fuera de ella, llegando casi a conformar una relación de amor-odio con la misma. Esto queda demostrado en su primer libro de memorias: Estambul. Ciudad y recuerdos (2003), cuya escritura linda entre el ensayo y la crónica, y donde escribe sobre el período infantil y adolescente desde la época actual, pasando revista a su historia personal llena de obsesiones, pasiones, ocupaciones, vida familiar y social; paseos y excursiones por palacios, mezquitas, iglesias, parques, plazas, cementerios, barrios, todo un "viaje sentimental" y abrumador por los predios del fascinante Estambul, e intercalando como en un mosaico, lecturas, juicios, crónicas y pequeños ensayos sobre pintura o sobre literatura turca e internacional de autores que visitaron o residieron en la ciudad del Bósforo durante los siglos XIX y XX.
     Aquí habla de su niñez y adolescencia hasta los veinte años, cuando abandona sus estudios de Arquitectura (1972) y se dedica a escribir. En esa etapa se inicia su rutina de flâneur solitario por los predios de la ciudad: "A veces iba a Taksim al salir de la facultad de arquitectura, tomaba un automóvil al azar e iba donde más me apeteciera o donde me llevaran mis pasos.(...) Aquellos paseos que daba buscando algo, satisfecho de mi falta de objetivos y de mi deambular, me hacían sentir en un rincón de mi mente que algún día haría algo con aquella ciudad que me aprendía muro a muro y calle a calle."

                                 Estambul

     Este libro, entre otras cosas, constituye la puesta en discurso de la amargura, "ese sentimiento que va y viene entre la autocompasión y la pena", escribe Pamuk, y que se refiere a una "sensación de hundimiento y pérdida" -que incluye fracaso, ensimismamiento y desidia según el escritor-, experimentada por los ciudadanos estambulíes del siglo XX como consecuencia del resultado del "desplome del Imperio otomano y la formación de la República de Turquía" durante la Primera Guerra Mundial, hecho que provocó la pérdida de la identidad de Estambul frente a Occidente y trajo como consecuencia un sentido de derrota, cuando la ciudad perdió igualmente "sus viejos días de victoria, ostentación y diversidad de lenguas."
     Muchas veces en estas páginas Pamuk señala que, aunque admirados, autores y viajeros franceses como Nerval, Gauthier, Loti o Flaubert forjan muchas veces sin quererlo la imagen de un "Estambul turístico", de tarjeta postal, de cliché y estereotipo que no tiene nada que ver con la percepción de una ciudad turca (lo hacen, más bien, de una ciudad exótica, cosmopolita y refinada, poblada de harenes y mezquitas, serrallos y mercados de esclavos), que tras sus decorados y la belleza del perfil cosmopolita, les espera "la amargura de las ruinas" de los suburbios y de los barrios desolados y pobres, de calles vacías que se esconden tras ese escenario de ilusión y fantasía. Pero igualmente reconoce que fue a través de las observaciones de extrañeza y distanciamiento que contiene la mirada de los autores occidentales que descubrió su sentimiento y comprensión de la ciudad. Aquellos autores del siglo XIX, sobre todo franceses, "escribieron lo que vieron, y mi mundo se filtró en sus escritos y en sus imágenes", afirma. Y en otra parte: "Y porque los viajeros occidentales me han enseñado más que los paisajes y la vida cotidiana del Estambul del pasado que los escritores estambulíes."
     Hay que resaltar esta aseveración hecha por Pamuk sobre su propia ciudad -que está entre dos continentes y acusa un carácter cosmopolita e internacional-, cuando afirma, lejos de todo nacionalismo, que a él le interesa mucho observar la ciudad de la manera que la observa un extranjero: "Observar Estambul como un extranjero ha sido siempre un placer para mí y una costumbre necesaria contra el sentimiento de comunidad y el nacionalismo". Y esto, afirma el escritor, "ni me molesta ni me deprime", con la seguridad que la ciudad nunca ha sido colonia europea. Esto le ha hecho reflexionar, igualmente, sobre algo clave en su condición de escritor estambulí contemporáneo, creador de una estética y de una poética propias, pero a su vez nutrida y heredada de la tradición literaria occidental: "La que llamo mi ciudad no es completamente mía. Me gusta aceptar esa fragilidad y esa indecisión respecto a mí mismo y al lugar al que pertenezco."
     Después de tratar de arrrancarle su alma a la ciudad, de un trajinar permanente de idas y venidas, del diálogo entre la madurez, la juventud y la infancia hilvanadas por la memoria, el escritor fija un retrato real y lo más fidedigno posible de esa "fantasía de suburbio" que divulgaron primero los grabados de los pintores occidentales y después en los cromos y fotografías en blanco y negro de Estambul que se encuentran en álbumes y periódicos. Escribe Pamuk: "Cuando la idea de este Estambul fantástico y antiguo llegó a representar no sólo las partes más remotas sino la ciudad entera, exceptuando su silueta, se desarrolló una literatura que le otorgara significado." Y remarca este hecho como sello definitivo de su ciudad, dejando una melancólica e inquietante reflexión artística y psíquica en el aire: "Los escritores estambulíes nunca relacionaron la fantasía de las callejas, tras la que subyacen el hundimiento y la amargura, ni el sueño del Estambul pintoresco, solitario y remoto, con sus peligrosos, oscuros y malvados monstruos inconscientes. (...) La magia de la ciudad que los estambulíes han hecho suya en el último siglo, amándola u odiándola, tiene mucho de pobreza, derrota y hundimiento."  

                      Estambul. Ciudad y recuerdos


miércoles, 23 de enero de 2019



Rousseau, Walser: filosofía y estética del paseo

Por: Ennio Jiménez Emán


                                                                          Jean Jacques Rousseau    

                                                                                            

     Un filósofo "existencial", pensador y escritor amante de los paseos, es el célebre ginebrino Jean Jacques Rousseau (1712-1778), cuyas ideas influenciaron la Revolución Francesa, autor de El contrato social (1762), del Emilio (1762) -que desató una persecución en contra suya para hacerlo pagar cárcel- y también del menos famoso libro Divagaciones de un paseante solitario (tengo en mis manos una edición del año 1976 de la Editorial Labor, Barcelona, España), terminado en 1776, dos años antes de su muerte (publicado póstumamente en 1782). En pleno auge del Romanticismo, que condenaba los afanes fáusticos de la ciencia y proclamaba la vuelta a la naturaleza, durante esos paseos catárticos de que trata el libro, llevados a cabo de manera frecuente y sistemática -y en varias épocas hasta los días de su muerte- por los bosques y campiñas que circundaban París (en la villa y región de Montmorency, en un paraje boscoso llamado El Ermitage) y antes por las orillas del lago de Ginebra, en su Suiza natal, Rousseau paseaba por el gusto de pasear, "manía obsesiva de Rousseau", escribe José María Valverde.
    Allí daba rienda suelta sus pensamientos y meditaciones, se congraciaba y sinceraba con su corazón y fustigaba a la razón. Se sentía conectado y a la vez humillado ante y por la grandiosidad e inmensidad de la naturaleza, en tanto que pergueñaba su teoría (opuesta a los postulados de la Ilustración) de la cultura, la ciencia y las artes como una degradación de las costumbres esenciales. Esas páginas se proclamaban como los escritos de "un hombre en toda la verdad de la Naturaleza". En este libro, pues, Rousseau enuncia su particular filosofía del paseo: "Esta horas de soledad y de meditación son los únicos del día en que soy plenamente yo y para mí mismo, sin diversión, sin obstáculo y en los que puedo verdaderamente decir que soy lo que la naturaleza ha querido." Es decir, la caminata como una forma de pensar.
     Tras el proceso del Parlamento de París contra el Emilio, y las difamaciones hechas de su persona en Francia e Inglaterra en las postrimerías de su vida por filósofos y escritores, antes amigos y correligionarios suyos como Voltaire, los enciclopedistas Diderot y D'Alembert y por David Hume y Horace Walpole, se establece en Ginebra una temporada para luego regresar a París y morir allí. En los últimos cuatro o cinco años de su vida y una vez finalizados los Diálogos (1776), Rousseau se dedicó en esos paseos a llevar a cabo también una labor de introspección filosófica, que él sintetiza en la máxima "Conócete a ti mismo y goza contigo mismo", siendo la misma persona de Rousseau su tema, no sin antes dejar clara su admiración y correspondencia con los Ensayos de Montaigne, donde el francés proclamaba en el Prólogo: "Yo mismo soy la materia de mi libro."
     En Divagaciones de un paseante solitario, escribe Rousseau decepcionado por las traiciones: "Por más que los hombres quieran volver a mi, no me encontrarán. Con el desdén que me ha inspirado su trato me sería insípido e incluso molesto, y yo soy cien veces más feliz en mi soledad de lo que habría podido serlo viviendo con ellos". Y también para que quede claro: "Han arrancado de mi corazón todas las dulzuras de la sociedad. Éstas ya no podrán germinar a mi edad." Así, estas Divagaciones constituyen los apuntes o escritos realizados durante los "paseos" (título con el que designó igualmente los capítulos de su obra) cuando anotaba las impresiones de sus caminatas por los bosques y parajes que rodeaban la capital francesa, ya en sus últimos días a la vez que llevaba a cabo clasificaciones botánicas (otra de sus pasiones al igual que la de copiar música) de la flora del lugar. Allí anotaba: "Los ocios de mis paseos diarios a menudo han estado llenos de contemplaciones deliciosas y cuyo recuerdo lamento haber perdido. Fijaré a través de la escritura los que todavía puedan ocurrírseme".  Rousseau fue un escritor vigoroso de estilo brillante y colorido, presa de una embriaguez poética y metafísica, de ideas rotundas y originales cuya religión la constituyó la Naturaleza, en la que se imbuyó y de la que extrajo inspiración hasta el final de sus días: su filosofía se redujo "a un deísmo naturalista, saturado de escepticismo", como precisó certeramente algún comentarista de su obra. 

                                                                                                                   Robert Walser    
                                                                       
     Otro suizo, nacido en las cercanías de Berna, Robert Walser (1878-1956), uno de los escritores más elusivos y menos conocidos y difundidos de la literatura en lengua alemana, aunque siempre una presencia activa y elogiada por grandes escritores de su tiempo como Kafka, Musil, Benjamin y Canetti, se ocupó de que su vida y obra pasaran inadvertidas, al no tomar en cuenta la relevancia literaria y el ego del escritor y que sus libros, poco traducidos, circulaban entre un reducido número de lectores.
     El escritor Luigi Amara lo consideraba, con razón, una figura fantasmática en las letras alemanas del siglo XX, "un fantasma ya no más errabundo y vaporoso, como correspondía a su condición y carácter, sino anclado a la sombra de un estante, en obras escasas pero fielmente codiciadas", y reconoce al igual que los escritores antes mencionados la importancia capital de su tardía  obra de miscelánea, que muchas veces alcanza la incoherencia y el sinsentido pero también el deslumbramiento y la revelación, escrita antes de ingresar al sanatorio o asilo de Waldau -o al manicomio- "convento de los tiempos modernos", al decir de Canetti-, y que incluye temas menores y carentes de relieve, comentarios cotidianos, impresiones, ejercicios, borradores, paseos y excursiones anotados, bocetos de personajes erráticos. Dichos temas constituyen parte de una obra que rehúye toda relevancia, y que he venido leyendo fragmentariamente desde hace bastante tiempo, en revistas europeas (españolas) y en antologías literarias, aparte de un valioso volumen de su obra narrativa, publicado también en España por Seix Barral, que extravié en alguna mudanza.
     La prosa divagante de Walser avanza y registra la realidad revelando matices insospechados de las cosas, personas y vistas observadas e igualmente ejerce su nomadismo cuando comenta algún tema banal y hasta pueril, anotado en sus paseos, alumbrándose -y alumbrándonos- la misma con el escrutinio de su particular mirada. Como escribe Amara: "El signo de la poesía de Walser es la fugacidad." El escritor suizo desarrolla su obra en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, período trágico de angustia, ansiedad, zozobra y desarraigo. Igual que su compatriota Rousseau, la actividad que prefería era pasear y deambular por las vías urbanas o campestres con toda la carga de vagabundeo mental y libertad de imaginación e introspección que ello conlleva. En su texto "Paseo dominical", un paseante-poeta deambula por el campo entregado al infinito fantaseo de su mente, imaginando obras de arte y recitando poemas de memoria mientras recorre diversos paisajes bucólicos, y reflexiona el narrador: "¡Cómo iba a dejar de fantasear y hacer poesía mientras se paseaba! Pero era precisamente esto lo que a sus ojos enriquecía y amenizaba una y otra vez los paseos."  Los "héroes" - o antihéroes- de las prosas de Walser son personas fuera de lo común, con una imaginación hiperactiva, anómala o desproporcionada, poetas, alienados o desocupados; no en balde Walter Benjamin refirió que los suyos: "Proceden de la demencia y de ninguna otra parte. Son personajes que han pasado por la demencia y por ello siguen siendo de una superficialidad tan desgarradora, inhumana, inquebrantable." Los cataloga, pues, como holgazanes, pordioseros o genios. 
     En otra prosa suya, "La calle", ambientada en una atmósfera urbana, un caminante se siente paralizado en medio de un espacio movido por una dinámica caótica y fantasmagórica que lo vapulea, en la que se encuentra preso y de la que literalmente no puede salir o moverse y menos hablar. Discurre entre un remolino en medio de una galería de prisioneros, de una "totalidad amontonada". Walser nos introduce en una visión urbana de pesadilla, visión atroz salida de una mente anómala. Apunta el narrador: "Aquello discurría como el fluir de algo líquido, proseguía como si se disgregara; llegaba mecánicamente y se alejaba de igual forma. Todo era espectral, también yo." En su prosa "Pequeño paseo", un aldeano va por un camino comarcal admirando la naturaleza y saboreando sus observaciones, llegando en un momento a poner la mente en blanco: "Todo aquel mundo se me antojaba un gigantesco teatro(...) No hace falta ver nada extraordinario. Ya es mucho lo que se ve", precisa el narrador.
     Cuando retrata al poeta Heinrich Kleist, en su texto "Kleist en Thun" -región cercana a Berna-, caminando el poeta por los bosques, hechizado frente al panorama natural de los Alpes suizos y sus innumerables aldeas y villas, se retrata él mismo tratando de asir lo que ve: "Quiere lo inasible, lo inconcebible del paisaje.(...) Quisiera no tener sino un solo ojo." Y en otra parte del texto, luego de terminar la jornada de la excursión alpina, apunta: "La noche lo alivia. Una vez en su alcoba se sienta a su escritorio dedicado a trabajar hasta el delirio. La luz de la lámpara le borra la imagen del paisaje; eso lo despeja y se pone a escribir." Fiel retrato cotidiano de su propia actividad de paseante y escritor. 
     

      

viernes, 1 de septiembre de 2017


Poesía de Octavio Paz



                                                                 Octavio Paz

Por: Ennio Jiménez Emán


     La obra de Octavio Paz signa una faceta de la escritura literaria y de la dimensión del espíritu poético en el siglo XX. El poeta mexicano supo exaltar los poderes de la palabra escrita creativa y a la vez dignificar la prosa reflexiva como un antídoto contra los modos lingüísticos prevalecientes en una época de clichés verbales, frases hechas, nuevas jergas y estereotipos del lenguaje influidos por los medios de masas y electrónicos cuyo magisterio se prolonga erosionando y devastando la escena cultural de nuestros días. Desde sus primeras incursiones líricas en el grupo literario "Taller" en su país natal, cuando la poesía era más actividad vital que "ejercicio de expresión", en contraposición al grupo "Contemporáneos", Paz fue un buscador de la esencialidad y la trascendencia poéticas y no del sello personal en la escritura de sus textos. Siempre estuvo interesado en la poesía como ejercicio espiritual, como algo con lo que se debe comulgar. Esto queda claro desde esas primeras producciones donde están presentes ecos  románticos, modernos y un sello surrealista muy personal. Poemas como "Semillas para un himno", "El cántaro roto", o "Águila o sol" (1957) así lo evidencian.
     También, la filiación bastante marcada en la lírica de Paz con la gran poesía erótica y amorosa universal, asumida como un proceso de autorevelación, supone "el rito de paso hacia una conciencia más alta" y está paradójicamente encarnada en la mujer en una polaridad de "fuerzas que atraen y aterran", ya que las mismas están consubstancial e íntimamente ligadas a la naturaleza. Incluso, es por eso que cree que: "El poder del amor reúne los dos polos opuestos que separa una resistencia igualmente fuerte". Todo ello expresado en una imaginería que Paz busca, en algunos textos suyos, unificar poéticamente en el maithuna o unión sexual, una de las cinco cosas prohibidas "que el Tantra sacraliza en su insistencia en la santidad y pureza", según esta particular concepción del hinduismo y el budismo tibetano. Precisamente su poema "Maithuna" deja ver: "Mi día/ en tu noche/ revienta/ Tu grito/ salta en pedazos/ La noche/ esparce/ tu cuerpo/ Resaca/ tus cuerpos/ se anudan/ Otra vez tu cuerpo".

     En El arco y la lira están expuestas sus ideas sobre la poesía y el poema, las cuales se nutren precisamente de la tradición moderna de este género literario que arranca con precursores como Blake y Hölderlin; los románticos alemanes, y los franceses Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire, Breton y los surrealistas, dejando muy claro, como apunta Jean Franco, que el fin de la poesía no es sólo dominar las palabras y el tema, sino liberarlas y devolverles su magia primitiva. Sobre estas premisas, pues, su escritura intenta asentarse en la videncia y sus atmósferas líricas remiten a un ámbito alucinado y mágico donde también suele percibirse la poética creacionista y el tono huidobriano. Otras influencias de esa época son Michaux, Eliot, cummings.
     Para Paz la poesía (la gran poesía, por supuesto) es una forma creativa capaz de trascender el tiempo y la historia. Su concepción del poema como una entidad arraigada en  un presente perpetuo que trasciende épocas y edades,  está patente en libros suyos como Salamandra, en el texto "Noche en claro": "El tiempo daba vueltas y vueltas y no pasaba/ no pasaba nada sino el tiempo que pasa y regresa y no pasa") y en Ladera este, donde a su vez se hace evidente la impronta de su encuentro con el Lejano Oriente. A partir de estos dos últimos volúmenes, sus textos se van tornando cada vez más impersonales, visuales, hasta plegarse a los lineamientos de la poesía espacial o "concreta", a la concepción del poema como un microcosmos verbal y a la de las palabras como signos en rotación, pequeñas constelaciones verbales sobre el soporte espacial de la página, donde los vacíos o líneas en blanco también son significativos, acusando afinidades con la estética mallarmeana y estampada en libros como Topoemas y Discos visuales. En este período Paz elabora un discurso escritural que tiene afinidades con la pintura y la música, creando de este modo una suerte de abstracto y dinámico  surtidor de imágenes dotado de una gran carga poética.
     Las "estaciones poéticas" de Octavio Paz, como las denominó la inglesa Rachell Phillips, podrían delimitarse así: las impresiones fundamentales de la niñez; un somero acercamiento de juventud a la poesía social, resultado de acontecimientos vividos en su país a raíz de la revolución mexicana y en España en plena guerra civil; su relación, inicial también, con los mitos prehispánicos mexicanos, buscando iniciarse en una visión sacramental  que a la vez le propicie la trascendencia o la visión y acceso a otra realidad, de tal manera que en sus poemas tocados por el mito y lo sagrado se hace difícil establecer la distinción "entre la experiencia creadora y la religiosa".
     De igual manera, la exploración simultánea orientada por el Surrealismo en esos mismos años, indagando en el subconsciente, simbólicamente le depara al vate mexicano "el renacimiento que en los mitos sigue a la muerte" y la integración de la personalidad. Posteriormente durante su estadía en la India, tanto en poesía como en ensayo, se nutre también de las fuentes de la religión, mitos y filosofía de ese país, intentando superar la bipolaridad dharma-karma encarnada en el samsara. El budismo mahayana y su concepción del Vacío (sunyata) le suministran el concepto de unión de los opuestos, buscando trascender la visión dualista entre el ser y la nada y así obtener iluminación (nirvana) y sabiduría (la "Sabiduría de la Otra Orilla" o prajna-paramita), partiendo entre otras cosas del concepto tradicional hindú de que la Nada puede "predicarse" en palabras. El poema "Sunyata" de Ladera este, lo expone así: "Al confín/ yesca/ del espacio calcinado/ la ascensión amarilla/ del árbol/ Torbellino ágata/ presencia que se consume/ en una gloria sin substancia". Paz busca entonces conectarse con la sacralidad de mitos y religiones ancestrales como la mexicana e hindú, porque, como escribe Phillips: "En estas sociedades la vida sólo es real en la medida en que es sacramental, es decir imitativa de los patrones originales de creación y orden que sacaron la existencia de la eternidad."
 
                                                                  
                                                                     Octavio Paz, pintura de Gironella 
    Como ya expresamos, una buena parte de sus poemas también involucran experimentación textual, intentando superar las rígidas limitaciones lineales, discursivas o temporales de la palabra escrita, donde el poeta dibuja y diseña con las mismas y es el lector quien finalmente da sentido a los poemas. De paso, no deja de ser digna de interés y de tener en cuenta esta apreciación de Jean Franco sobre el parentesco de algunos aspectos de la lírica del autor mexicano con la del modernismo hispanoamericano, al puntualizar que: "Aún siendo muy diferente de la modernista, su poesía parece tener su origen en tensiones semejantes y estar construida a partir de una composición de imágenes, elementos, percepciones sensoriales primarias, colores, mitos dualistas que asumen el mundo visible."

sábado, 10 de junio de 2017


Handke y la angustia


                                                              Peter Handke 

Por: Ennio Jiménez Emán

      El Diario de Peter Handke El caer de la nieve, una obra maestra del lenguaje fragmentario que emparento con ciertos textos de Kafka por el desgarrado aislamiento existencial y la sombría soledad que patenta su autor en el período de su vida en que fue escrito, está traspasado de comienzo a fin por el sentimiento de angustia; constituyen esta notas brevísimas el itinerario de una introspección que se indaga e investiga sin cesar con lucidez e ironía, "plagada de la angustia más atroz", como afirma la autora del epílogo del libro en español. La angustia en estas páginas va ligada a la soledad y el autor parece sobrellevar irremediablemente ambos estados: "¿Mejor soportar la angustia que la compañía"?, anota Handke. El hecho de sentirnos seres efímeros, fugitivos en un breve viaje hacia la muerte, genera una angustia mortal que se convertirá, paradójicamente, en nuestra visceral compañera deparándonos una suerte de sustento vital. "Pienso de pronto que si me abandona la opresión que siento en el pecho, me abandonarían también las ganas de vivir." Esta es la angustia que se respira en los textos. Por medio de este estado superamos la presencia de la muerte en nuestro interior. Ella se hace una presencia real en nosotros, lo que nos permite sacar fuerzas para seguir viviendo. La angustia constituye, pues, la condición misma de nuestra existencia temporal y finita; es aquello que se encuentra siempre en el fondo del hombre, como apunta José Ferrater Mora.
      Esta angustia será un sentimiento ontológico congénito. La llevamos entre pecho y espalda como un ángel guardián, sólo que éste es una suerte de ángel exterminador que en lugar de traernos paz y sosiego, más bien nos depara inquietud y desaliento; nos asfixia empujándonos hacia la desesperación: "La angustia: ya no es posible respirar profundamente; la respiración superficial, nocturna, instaurada en pleno día." No se trata de una angustia fisiológica, ni de una angustia neurótica de causas psicológicas. Es un sentimiento real que corroe la existencia. Es, sin más, la angustia nuestra de cada día que debemos aprender a sobrellevar, so pena de convertirse en pánico: "Noche serena llena de angustia consciente, soportada y, por lo tanto nunca en peligro de convertirse en pánico." ¿Y cómo define el pánico el escritor austríaco? Como una suerte de angustia exacerbada: "el pánico es insensible, un inmenso, descarnado vacío en el pecho, y la certeza, no triste sino apática, de no poder acceder ni siquiera a la locura o al suicidio."
      Si nos tornamos más filosóficos, saliéndonos de la noción específica que le confiere Handke a este término, observamos que el verdadero objeto de la angustia es metafísico: poner la existencia de cara a la nada. Este es el carácter que Kierkegaard le adjudicaba a la angustia. Somos seres finitos que tenemos conciencia de nuestra imposibilidad de abarcar la infinitud; nuestra existencia está, pues, suspendida en la nada. Dice Ferrater Mora comentando la noción de angustia en el escritor sueco mencionado que "es ciertamente, un modo de hundirse en una nada, pero es a la vez la manera de salvarse de esa misma nada que amenaza con aniquilar al hombre angustiado, es decir, una manera de salvarse de lo finito y de todos los engaños."
      Algo parecido sucede con Handke. El escritor austríaco parece sostenerse igualmente en la angustia mortal como un medio válido de sobrellevar la cotidianeidad; es un sentimiento que llevamos profundamente arraigado en el ser, en la pulpa de nuestra subjetividad, amarrado a nuestra interioridad: "Una tristeza como de alguien que ha salido de la angustia mortal aguda, pero sigue afectado de forma leve", apunta Handke. No existe, entonces, más que la angustia. Todos nuestros actos están empapados por ella. Todo es ilusorio, parecen decirnos estas desoladas páginas de Handke; sólo la angustia ontológica es real: "Felicidad -y sentir lleno de angustia, que es una excepción."


                  Peter Handke


jueves, 18 de mayo de 2017

Paseos literarios por Nueva York. 





Por: Ennio Jiménez Emán



      Las veces que he visitado Nueva York, he aprovechado para emprender largas caminatas con el objeto de explorar un poco la ciudad, sobre todo por algunos sectores de Manhattan y el Bronx. He tenido oportunidad de visitar museos, galerías, bibliotecas, librerías, bares, lugares de esparcimiento y otros sitios de interés. Es cierto que en Nueva York muchas veces se siente uno como un insecto bajo las enormes moles arquitectónicas del centro de Manhattan y como un indigente frente a su dinámica económica y comercial, pero también es cierto que siempre se encuentra algún refugio cultural que nos ofrece una buena exposición, una excelente biblioteca, una librería para curiosear o un bar para beber un buen trago. Ya afirmaba Walter Benjamin que para conocer bien una ciudad lo mejor es caminarla.

     En esa ciudad, pues, se puede caminar, digan lo que digan los detractores del modernismo que inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial comenzó a transformar todo su espacio urbano, basado muy probablemente en las directrices que estaban imponiendo las nuevas tendencias arquitectónicas y urbanísticas liderizadas, por un lado, por Le Corbusier y expresadas sobre todo en sus libros Hacia una arquitectura (1923) y El urbanismo (1924), donde exponía que la ciudad del futuro debía ser el cúlmen de la simpleza formal, el funcionalismo y el mecanicismo, aprovechando todos los adelantos que la nueva técnica ponía al alcance de la mano; y por el otro, en los principios y conceptos alentados por Mies van der Rohe, uno de los fundadores de la escuela de diseño alemana Bauhaus, emigrado a USA y que tomó a Nueva York como un laboratorio para exponer sus tesis sobre la "despersonalización" del arquitecto y además abogaba, utilizando el hierro, el concreto armado y el vidrio como materiales constructivos para erigir moles formadas por infinitos cubos de vidrio (por ejemplo el edificio Seagram Building en Manhattan) depositarias de una suerte de simpleza anónima. Van der Rohe había escrito que: "Los templos griegos, las basílicas romanas y las catedrales medievales nos importan como creaciones de toda una época y no como obras de arquitectos individuales", llegando como secuela a convertirse las ideas y principios de esta tendencia, según el crítico David Watkin, "en la visión intimidatoria de un futuro despersonalizado, secular", aterradora posibilidad que todavía hoy en día nos hace temblar.

      
     Sin embargo, por suerte esto no ocurrió con Nueva York, donde los edificios llevan la impronta y el estilo personal de sus creadores -desde el art deco hasta el postmodernista- como ninguna otra ciudad moderna occidental. Allí, pues, puede uno caminar con agrado admirando aquí y allá los diversos estilos arquitectónicos que presenta su paisaje urbano. Desde el Upper West Side (donde vivió mi amigo, el pintor venezolano Luis Noguera, con quien recorrí largos trechos por Broadway y las riberas del Hudson) hasta el Battery Park en la punta este, existe un coherente sentido peatonal.

    Pero apuntemos algo sobre la presencia de lo moderno introducida por el urbanista Robert Moses en la ciudad de Nueva York. La renovación del entorno que él llevó a cabo en la ciudad y sus alrededores desde mediados de los años 20 hasta finales de los 60, es sintomática del cambio de patrón y de mentalidad que introdujeron las grandes autopistas en la metrópoli estadounidense e igualmente las llamadas vias-parque (parkway), que permitieron el desplazamiento vehicular rápido al tiempo que aprovechaban las bondades de la naturaleza y brindaban una nueva perspectiva de observación romántica de Manhattan  y sus rascacielos, "nutriendo a toda una generación de fantasías urbanas" (al decir de Marshall Berman). A Moses no sólo se debe un conjunto importante de puentes y avenidas que ensanchan y atraviesan la ciudad, sino también la creación de nuevos parques interiores (incluyendo el reordenamiento del Central Park), la construcción de aeropuertos, sitios de recreación como Coney Island, paseo peatonales, conjuntos residenciales, túneles, fábricas que dieron una fisonomía definitivamente moderna a la ciudad.

   Muchos cuestionaron, y con razón, el impulso destructivo que este urbanista trajo con su empeño transformador (inspirado probablemente en la frase de Le Corbusier: "Tenemos que acabar con la calle"), llegando a convertirse en una especie de Titán moderno, simultáneamente constructor y destructor, respaldado por el gobierno y las corporaciones, al echar abajo antiguas zonas residenciales que poseían un carácter arquitectónico coherente con amplias calles peatonales, bulevares y viejos y aristocráticos edificios en suburbios como el Bronx, Queens, Brooklyn y Long Island; pero para él y otros urbanistas era necesario ya que para que la ciudad se expandiera ordenadamente de acuerdo a las necesidades de los nuevos tiempos, había que tomar ciertas medidas drásticas, como de hecho se hizo. Era, pues, una ilusión pensar que en una ciudad de tan avasallante expansión social, económica e industrial como Nueva York, su estructura urbanística iba a permanecer estática. Por suerte para la ciudad, a partir de los años 70 su expansionismo ilimitado se detuvo gracias a la recesión económica creada por la guerra de Viet-Nam y a las nuevas ordenanzas urbanas. Debido a esto, como apunta Marshall Berman en su libro La experiencia de la modernidad, "Nueva York es ahora una de las poquísimas ciudades de Estados Unidos donde todavía podrían tener lugar las escenas primarias de Baudelaire". El crítico se refiere aquí a los pasajes donde el poeta francés aludía a las bondades del París decimonónico de los grandes bulevares, retratado en su libro El spleen de París. 

     No es de extrañar entonces que, como afirma Berman, un poeta como Allen Gisnberg en su poema Aullido (1956) haya visto en la irrupción de este nuevo invasor tecnológico a un Moloch devorador de las energías modernas y destructor de un espacio apacible y armónico: "¡Moloch cuyas fábricas sueñan y graznan en la niebla! Moloch, cuyas chimeneas y sus antenas coronan las ciudades!" Antes que Ginsberg pronunciara su aullido, el escepticismo ante la creencia de que la ciudad se recuperaría de su voracidad tecnológica y su violencia cotidiana la expuso el poeta anglo-americano W. H. Auden en "Ciudad sin muros": "Aún opulenta, inmune, persiste;/ feliz el que espera que las cosas mejoren/ lo que le espera muy bien puede ser peor.../ Esto consideraba a las tres de la mañana/ en el centro del corazón de Nueva York"; e igualmente Ezra Pound, quien de manera bastante cínica y despreciativa, la trataba como una bella doncella desalmada en su poema "N.Y.": "Mi ciudad, mi amada/ una doncella sin senos eres,/ Esbelta como una caña de plata./ Escúchame, atiéndeme! Y te infundiré una alma./ Y vivirás por siempre." Por esta razón gran parte de la literatura, las artes y la filosofía de Occidente, de un tiempo largo para acá, ha estado en permanente confrontación con las fuerzas del progreso y la modernización. Acota Berman que: "Antes de poder hablar eficazmente contra los Molochs del mundo moderno, era necesario desarrollar un vocabulario modernista de oposición. Esto fue lo que Stendhal, Büchner, Marx y Engels, Kierkegaard, Baudelaire, Dostoievski, Nietzsche, hicieron hace un siglo; esto fue lo que Joyce y Eliot, los dadaístas y los surrealistas, Kafka, Zamiatin, Babel y Mandelstam hicieron a comienzos de siglo".


     Ahora bien, la escisión entre el espíritu moderno expresada en la literatura, la filosofía y las artes y la transformación moderna del entorno implementada por la técnica, conlleva una paradoja: aun cuando el escritor o el artista hagan resistencia al Moloch demoníaco y devorador del progreso y el desarrollo y sean críticos mordaces del presente, por otro lado siempre serán avisadores del futuro, luchadores por un mundo mejor y más amable, aupadores del cambio y del crecimiento. En relación con esta paradoja, Berman observa que "de la fusión de empatía e ironía, entrega romántica y perspectiva crítica, nacieron el arte y el pensamiento modernistas". En Nueva York  los creadores han sabido adaptarse muy bien a las nuevas realidades, aprovechando los nuevos espacios. Allí se respira creatividad en las calles y no sólo en los museos, abriendo nuevos espacios al paseante, al peatón. Vemos como pululan en diversos sectores de la ciudad las esculturas y los murales comunitarios. Desde los años 60 del siglo XX hasta nuestros días, los murales han expresado la historia, el drama y el imaginario locales. Igualmente están activados permanentemente los encuentros de escritores, lecturas, seminarios y talleres literarios en universidades y otros centros culturales.

 Antes de que irrumpiera el llamado "progreso", el ideal de la modernidad fue siempre la calle, tal como lo expresaron Rousseau, Dickens, Whitman, Baudelaire y Joyce en sus obras; allí el "romance urbano cristaliza en la calle, que aparece como el símbolo fundamental de la vida moderna." Es bastante probable que ya las calles no sean las mismas que estos escritores plasmaron en sus libros y no cumplan el mismo ideal, que no encarnen los mismos sueños y pesadillas de un tiempo anterior, pero, en todo caso, la presencia avasallante de la calle que se impone en Nueva York es siempre estimulante. Los creadores salieron a la calle y dieron un vuelco a la dinámica cultural de la ciudad, encontrándose la literatura y las artes en un diálogo continuo con ella. Para Berman "habían mostrado como recrear el diálogo público que desde Atenas y Jerusalén en la antigüedad, ha sido la más auténtica razón de ser de la ciudad."


Si un siglo y medio atrás Walt Whitman había retratado las calles de Nueva York en el "Canto a mí Mismo": "Aquí estoy mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates de  Broadway, y vagando toda la tarde por las callejuelas solitarias", hoy día la misma ha brillado con una incandescencia particular en poemas de Robert Lowell, Paul Blackburn, Frank O´Hara y Allen Ginsberg. Ginsberg ya no ve calles desiertas, sino llenas de seres espectrales hipnotizados por el hechizo mercantil de la ciudad, tal como lo expresa en su libro América: "Fijeza eterna (...)/ calles de cráneos vacíos de Nueva York/ Famélicos fantasmas/ Llenando la ciudad/ máscaras de cera por Park Ave./ Un millón de cadáveres corriendo/ a través de la calle 42/ Edificios de cristal cada vez más altos/ transparentes". Tan importante ha llegado a ser este diálogo que "las calles irrumpieron en la poesía norteamericana en un momento esencial, justo antes de que irrumpieran en nuestra política", apunta Berman. Igualmente, la ciudad ha fulgurado en diferentes épocas, entre otros autores, en la narrativa de Ralph Ellison (El hombre invisible), John Dos Pasos (Manhattan Transfer), Henry Roth (Llámalo sueño), Henry Miller (Primavera negra), E.L. Doctorow (La feria del mundo), Paul Auster (Ciudad de cristal, La trilogía de Nueva York),  John Auchincloss (La pequeña isla), Tom Wolfe (La hoguera de las vanidades) Isaac Bashevis Singer (Sombras sobre el Hudson) en las letras poéticas de compositores como Bob Dylan, Paul Simon y Leonard Cohen, así como en los temas de los poetas callejeros del Rap. Henry Miller, nativo de Brooklyn, quien precisamente se había ido huyendo a París cuando la ciudad comenzó a transformarse radicalmente, en las primeras páginas de Primavera negra había hecho una cálida apología de la calle: "Pero yo nací y me crié en la calle (...) Haber nacido en la calle significa vagar toda la vida, ser libre. Significa accidente e incidente, drama, movimiento. Significa, sobre todo, ensueño. Una armonía de acontecimientos irrelevantes que dan a nuestro vagabundeo una actitud metafísica. En la calle se aprende lo que realmente son los seres humanos, de otro modo, o más adelante, uno se los inventa. Lo que está en el medio de la calle es falso, derivado, es decir, literatura."

El espíritu moderno, e igualmente el postmoderno, han florecido, pues, en Nueva York tan plenamente que hoy identificamos a esta ciudad con el dinamismo y el vértigo que nuestra época ha traído consigo, y la literatura particularmente ha expresado este estado con  auténtica vitalidad y energía creadoras, erigiendo belleza entre la vorágine y el caos; pero también extrayendo inspiración del orden que subyace oculto en esta electrizante ciudad, que cuando menos lo pensamos, nos seduce con su perfilada silueta recortada románticamente contra los rojos atardeceres.



                                                 

domingo, 7 de mayo de 2017



Beckett, poema de Ennio Jiménez Emán



















Beckett *

 Recordando la foto
 tu perfil de águila                          
 tus ojos rabiosos
 auscultando los cielos
 de la gris Irlanda
 el otro lado del mar
 las viejas luces de Dieppe
 envuelto entre la niebla
 igual el alma
 golpea duro
 tus oscuras palabras
 divididas
 contra la pared del cuarto
 en el asilo
 escenario del desconcierto
 crujen los huesos de Eco
 lirios secos en un jarro
 espejea la soledad
 cae una lluvia triste
 esperando a Godot.


* Poema perteneciente al libro Rito de desvelo, de Ennio Jiménez Emán.
Fotografía de Beckett: Richard Avedon, intervenida por E.J.E.

sábado, 6 de mayo de 2017

La obra negra de Odilon Redon

                                                         
  

Por: Ennio Jiménez Emán

      Al despertar, luego de haber soñado larga e intensamente la noche anterior con un universo gris, fantástico y absurdo, fascinante y tenebroso a la vez, poblado de extrañas criaturas, tengo la sensación de haber visitado una de las etéreas e ignotas comarcas en claroscuro que produjo la febril imaginación del pintor francés Odilon Redon (1840-1916). Sumergido en los bajos fondos del Ser, en las tinieblas de la psique, este universo onírico imaginado por Redon parece ser una suerte de doble psicológico de nuestro inconsciente, donde impera sin embargo una atmósfera visual empapada de una tétrica belleza poética, capaz a su vez de llevar el espíritu a estados de ascenso y elevación.
        Admirado por Gaugin, Denis, Degas, celebrado por Mallarmé y Huysmans, entre otros, Redon se cuenta entre los artistas más originales de su tiempo, y está llamado a convertirse -si ya no lo es ya- en una de las más importantes referencias e influencias de la pintura figurativa y fantástica del siglo XX. Su nombre habría que colocarlo al lado de Bosch, Blake, Goya, Ensor, Ernst, Magritte, en cuanto a la construcción de una obra que bordea los límites del pensamiento, la imaginación, el psiquismo humano. Dueño de una creatividad desbordada y alucinante, el pintor asumió su arte como una forma de desnudar su inquietante mundo interior, como una suerte de medio para exorcizar los fantasmas de su inconsciente. En este sentido, el crítico Alfred Werner ha escrito: "Es bastante posible que de no haber encontrado Redon realizarse en su trabajo, se hubiera vuelto loco. Su delirio, su fiebre, fueron anulados por la creación de lo grotesco, como el espanto en algunos de los cuadros de Bosch, Goya, Fuseli o Blake."
      Desde sus inicios, Redon utilizó colores oscuros, manejando técnicas como el carbón, el aguafuerte, el pastel y la litografía, constituyendo esta última la que dominó con mayor maestría; sólo hasta el año de 1890 comenzó a utilizar elementos colorísticos en su obra. Estuvo ligado al Simbolismo, movimiento literario y estético que alrededor del año 1885 surge en Francia rompiendo con los cánones cientificistas y  realistas, los cuales habían imperado continuadamente en la literatura y en la pintura desde el Romanticismo hasta el Impresionismo (aunque una obra de Redon, El ojo como un globo extraño se dirige al infinito, es de 1882).
       Incluyó también en su obra elementos presentes en la estética romántica: esoterismo, teosofía, temas míticos y religiosos. Tendencia eminentemente literaria, el simbolismo plástico para muchos críticos es el equivalente del simbolismo literario y tiene como una sus tendencias filosóficas centrales expresar o representar la idea interior u onírica, a través de una forma sensible, de una imagen. Expresar esta idea, en sentido platónico, es expresar un poco la realidad última y esencial presente en la interioridad humana. Redon trató de concretar en su arte este postulado y de llevarlo hasta sus últimas consecuencias: intenta, entre otros motivos, presentar en su iconografía un sentimiento religioso que lo conecte con la realidad secreta y misteriosa de las cosas; se trata de asumir el hecho plástico como una búsqueda de la belleza ideal, en su caso una belleza grotesca conectada con el lado oscuro de la psique, tal como queda representado en lo que hemos designado como su obra negra (su obra gráfica en carbón, pastel y grabado), dueña de un hechizo fantasmagórico, nocturno, producto de veladas visiones de la conciencia personal y colectiva que se hacen en parte visibles a través de la imagen y que en cierta manera escapan a los actos volitivos del pintor. Ya lo afirmaba el propio Redon: "Nada se hace en arte sólo por la voluntad. Todo se hace por la sumisión dócil a la llamada del inconsciente."

Un visionario de lo sublime y lo siniestro
       No vacilaríamos en calificar a Redon como un visionario de lo sublime y lo tenebroso, de lo siniestro-lírico, que mezcla lo poético con lo mórbido en una insólita síntesis visual, dueño de una iconografía que, además de contener elementos de la imaginación romántica y simbolista, presagia al surrealismo pictórico. No por casualidad esa imaginería del caos, lo grotesco, la mutilación, de  la fragmentación y la discontinuidad espaciales patentes en su discurso plástico, han llevado a algunos a presentarlo como uno de los precursores del Surrealismo, en lo que se refiere a una iconografía donde se anula la profundidad, las figuras son distorsionadas, absurdas o fantásticas; está presente la exageración formal, la indefinición o desvirtuación volumétrica.
       En su obra en blanco y negro, Redon recrea un espacio de la mente que expresa nuestro ser intemporal con frecuencia patentizado o representado en los sueños ("el estado subjetivo fundamental", según Bachelard), tal como lo presenta en su colección de grabados En el Sueño (1879), donde deambulan personajes sonámbulos, mutilados y ojos alados en continuo ascenso. A nuestro parecer, esta serie de grabados son producto de lo que el crítico Gaston Bachelard llama la imaginación dinámica, y en ella asistimos a una dialéctica del abismo y de las cumbres. En un mundo sin gravedad, las etéreas figuras flotan en las pesadas atmósferas con impulsos simultáneos de ascenso y descenso: el ojo cósmico y vigilante, la cabeza degollada y la esfera que asciende livianamente en medio del paisaje como burbuja o pompa de jabón, en el perímetro de un universo decolorado y borroso. Sin duda alguna, un paisaje psíquico muy similar al que nos presentan los sueños. En su libro El aire y los sueños, el referido Bachelard ha definido el dinamismo del estado onírico de manera precisa: "Durante el sueño no vivimos nunca inmóviles sobre la tierra. Caemos de un sueño a otro más profundo, o bien hay en nosotros un poco de alma que quiere despertarse: entonces nos levanta. Subimos o bajamos sin cesar. Dormir es descender y ascender como un ludión sensible en las aguas de la noche."
       En sus series litográficas, desbordadas de nocturnidad: A Edgar Allan Poe (1882), Los Orígenes (1883), Homenaje a Goya (1885), La Noche (1886), La Tentación de San Antonio (1888), Sueños (1891) y El Apocalipsis de San Juan (1889), notamos la importancia que tiene el color negro como sostén expresivo primordial y nutricio de su mundo bizarro y fantasmagórico. En efecto, en sus Diarios, el pintor anotaba: "Uno debe admirar el negro. Nada puede corromperlo. No complace al ojo y no despierta la sensualidad. Es un agente del espíritu mucho más importante que el bello color de la paleta o el prisma." En ese topos donde se entrecruzan lo real  y lo imaginario, poblado por seres del inframundo espiritual y onírico pululan toda suerte de imágenes, metamorfosis, transfiguraciones: criaturas mutiladas, ojos alados y fulgurantes, cabezas cortadas, mónadas, ángeles, demonios, quimeras, sátiros, pegasos, centauros, serpientes; temas de la iconografía cristiana: Cristo, Lucifer. Imágenes del  Libro del Apocalipsis y temas de la literatura: ilustraciones a obras de Edgar Allan Poe, Baudelaire, Flaubert, Bulwer-Lytton.
      "Aquí está la pesadilla trasladada al arte", expresó el novelista y crítico Joris-Karl Huysmans, después de visitar una de las exposiciones de Redon. Y en efecto, su obra en blanco y negro como expresión del sueño en su estado prístino, no puede excluir la pesadilla como una de sus principales manifestaciones. Observando ese mundo oscuro pesadillesco construido por Redon, constatamos sin embargo como este pintor asumió su arte, no sólo como expresión del terror caótico que percibimos en los sueños y que a veces nos asalta en la vida despierta, sino también como una salida exorcizante frente al demencial vacío espiritual de todos los días. Ese pequeño halo de luz que tenuemente alumbra la tenebra en sus cuadros, ¿no presagia acaso el pasaje de la nigredo a la albedo, la posibilidad de un nuevo despertar a la claridad, tal como reza  uno de los postulados alquimistas? Escribe Bachelard: "Sobre la materia negra se presagia ya una leve blancura. Es un alba, una liberación que surge. Entonces, realmente, todo matiz un poco claro es el instante de una esperanza. Correlativamente, la esperanza de la claridad reprime activamente la negrura".


Ilustraciones: grabados de Odilon Redon
                                       
Odilon Redon